Hu Jia y Zeng Jinyan
viernes 4 de abril de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Hu Jia — 胡嘉 , en su idioma original — fue condenado ayer a tres años y medio de cárcel por subversión al poder del Estado. Cualquiera en su sano juicio pensaría que este sujeto debió de hacer algo gordísimo para poner en jaque a una nación de más de mil trescientos millones de habitantes. No escribo sobre un fulano que fuese poniendo bombas, más bien defiendo a un padrecito de 34 tacos, ingeniero informático, que humildemente luchaba por la libertad de expresión y los derechos fundamentales desde su apatamento en Pekín. Ni siquiera se lo montó desde la tribuna de un periódico, cosa inimaginable en China, sino desde el único espacio que pudo pasar la censura: su blog en internet. Lo que hace cualquier chaval aquí, colgando fotos y contando sus vivencias, en la sede olímpica merece la cárcel. No es raro que Hu Jia, con el trascurso del tiempo, se haya convertido en un peligroso activista. Durante 2007 le faltó el canto de un duro para ser nombrado premio Sajarov del Parlamento europeo y eso fue ya la puntilla. Llevaba más de tres meses en prisión cuando le llegó el juicio. No permitieron a los periodistas entrar en la sala porque era muy canija y resolvieron el fiasco sin convocar a los testigos y en un pispás. Ahora le condenan a tres años y medio de prisión sin posibilidad de recurso, pero estas cosillas ocurren allí con inusitada frecuencia.
    Al ser arrestado en su domicilio tenía hepatitis aunque su prestigio internacional iba creciendo a la vez que su enfermedad. A su compañera Zeng Jinyan, y a la hija de ambos, mientras le decían adiós por la ventana, las aislaron desde entonces en su propia casa. La policía de esta antipática dictadura llevaba unos meses asediando a la familia para que perdiera los nervios y le partiera los dientes a un guardia, pero como no había forma de que metieran la pata les cortaron el teléfono y les censuraron la web. Puede parecer simplón pero es que no hay más. Esto es lo gordo. La represión y la persecución de Hu Jia han ido convirtiendo a una persona corriente en un adalid de las libertades. Centró su trabajo en informar sobre el movimiento democrático en China, se involucró en la lucha contra el SIDA, publicó un manifiesto para que se devolvieran las tierras a los campesinos e incluso defendió al antílope tibetano, en peligro de extinción. Comenzó sus temibles actividades en la Universidad, donde se relacionó con las peores influencias. De hecho fue socio de la organización «Amigos de la Naturaleza», gracias a la cual participó en campamentos medioambientales. Y, claro, de más mayorcito no se le ocurrió otra cosa que sumarse con alegría a las manifestaciones antijaponesas, subirse al carro de los ciberdisidentes y pedir la liberación de los presos políticos durante el aniversario de las protestas en la plaza de Tiananmen. Hasta ahí podíamos llegar. Para el gobierno chino, Hu Jia y el hombre del saco son la misma cosa: mala hierba que hay que extirpar de raíz, no sea que la plaga se extienda. El único problema es que los Juegos Olímpicos están a la vuelta de la esquina y que metiendo en la cárcel al bueno de Hu Jia se pone en solfa la dignidad de millones de chinos. También queda en entredicho la dignidad internacional, pero no importa.

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