El Cuaderno de Sergio Plou

      



La piel del cocodrilo



           El caos es el vacío originario, la confusión general de los elementos y la materia. El caos, según los filósofos griegos, es anterior a la creación e incluso a la ordenación del mundo, pero a mí todo este vacío, la confusión posterior e incluso la precedente, se me manifestaron hace tres días en forma de charco de sudor. Y ocurrió a las seis horas y veintidós minutos. Segundos antes yo dormía. Soñaba, no recuerdo qué. El despertar no fue violento, más bien sinuoso y anticipativo,  aunque no lo bastante, y redujo mis pensamientos a la densidad del corcho. Nunca he padecido insomnio, ni siquiera durante las noches de faena. Sigo trabajando en una agencia bursátil, ahora para una firma de prestigio y a cuya sombra prospero discretamente, pero el secreto de mi éxito no es otro que saber descargar la agenda. Una agenda apretada es nociva para la salud. Si no queda más remedio que rendir por la noche, entonces me pongo el chandal, hago un poco de ejercicio y acto seguido me replanteo las actividades de la próxima jornada. Posponiendo las reuniones más tediosas y adelantando las más significativas se multiplica mi rendimiento profesional. Sobre todo en circunstancias adversas, porque la meticulosa alternancia entre las horas de trabajo y los momentos de asueto me estimula a gozar de una vida sexual sana, y me proporciona, de paso, un sueño profundo y reparador. Estos cuidados me regalan un aplomo de tal naturaleza que, a menudo, repercute en el bienestar de mi conciencia.

           Ignoro si has descubierto ya el significado de la palabra conciencia. Ha llovido mucho desde nuestra última cita en mi apartamento —más de cinco años— pero estoy convencida de que me has hecho un hueco en alguno de los cajones de tu despacho, aunque sea como paciente. Tal vez porque tu ma­trimonio sea tan aburrido o más que cuando te conocí. A buen seguro que el tedio mantiene intacto tu atractivo poder de seducción, y me entristece pensar que si por una casualidad, y en mejores circunstancias, hubiéramos coincidido en algún sitio, seguramente me habría dejado arrastrar por la nostalgia. Conociéndote, incluso es probable que hubiéramos recuperado entonces nuestra historia de amor en el punto exacto donde la dejaste. Pero las circunstancias no son tan halagüeñas y me veo en la obligación de recordarte que estas confidencias no deberían salir de tu despacho. Si se interpretaran de forma inadecuada afectarían a mi reputación. Y también a la tuya, pues tu reputación como psicólogo, al me­nos en lo que a mí me concierne, deja mucho que desear.

           Empezaré diciendo que mi estado de ánimo no me reporta felicidad alguna. La causa es muy sencilla: hace apenas tres días que sudé hasta despertarme. Abrí los ojos a las seis horas y veintidós minutos de la madrugada. No era un fenómeno nuevo. Me ocurría por segunda vez y para colmo a la misma hora. También esta mañana, igual que me pasó en la otra ocasión, eché un vistazo al periódico y se confirmaron mis sospechas. Por eso me he decidido a escribirte. Las graves enfermedades se manifiestan a menudo en pequeños síntomas, y este síntoma en concreto, el síntoma de la sudoración espontánea, por calificarlo de algún modo, vino precedido en ambos casos de una brisa cortante, afilada, que me recorrió la frente de este a oeste y se desplazó por la mejilla hasta la nuca. Instantes después abrí los ojos y sentí un vacío inmenso. Progresivo. Como si un desconocido acabara de susurrarme un secreto a la oreja y mi oído no hubiera querido escuchar.

           Como te digo, es la segunda vez que me ocurre y siempre acompañada. Cada vez de una persona distinta, en los dos casos de un hombre, y los dos hombres, por lo que pudiera afectar a tus estadísticas, no guardan semejanzas entre sí. Al menos que llamen mi atención. En la elección de mis amantes apenas me preocupan las coincidencias de género y bastante, sin embargo, las de número. Pisando un terreno meramente informativo, te diré que la promiscuidad en mis relaciones supera el listón de la media docena al mes. Que se amplíe o reduzca dicho número depende de las necesidades y las circunstancias, pero también de otras coincidencias mucho más aleatorias, y que afectan a la fisonomía de mis amantes, su angulosidad anatómica y hasta la calidad de su vestuario. Su vestuario es, a larga, un requisito desdeñable pero si colocamos en un primer plano el origen de mi batalla contra el sudor, apreciarás de manera singular que el corte de la tela y la categoría del tejido proporcionan un aspecto más seductor al usuario. Dichas apreciaciones constituyen y dan sentido a mi propio gusto y es en ese ámbito de libertad donde se materializa mi discriminación hacia los hombres que sudan copiosamente. De hecho, en el círculo de mis amantes ya no cabe el sudor, la esencia, el perfume auténtico de la carne. Identifico ese sudor, penetrante y animal, con el sudor que se impregnó una noche en tus cabellos y asaltó mi aliento al compás de nuestros cuerpos.

           Esa noche me  enamoré de ti igual que una adolescente y a partir de esa misma noche comenzaste a utilizarme. Lo supe después, cuando pusiste fin a nuestra relación, justo a las 6 y 22 de la  madrugada del día 5 de julio y sin venir a cuento, como si no hubiera otra hora para cortar o como si fuera lo más normal del mundo cortar a esa hora. A las 6 y 22, la hora que naciste. Yo había estado esperando esa hora como una idiota para celebrar tu cum-pleaños —no aprenderé nunca, soy una romántica— pero aquella noche era una romántica agotada y debí de dormirme en tus brazos sin darme cuenta. Aún así te regalé una cartera de piel. No sé si te acuerdas, la había escondido bajo la almohada y te la entregué a las 6 y 22, justo cuándo rompiste conmigo. Era una cartera preciosa y fue un detalle que la aceptaras. Yo no aceptaría regalos de la persona con la que acabo de romper, no me sentiría a gusto. La verdad es que tampoco rompería con nadie como lo hiciste tú. Todavía recuerdo tus labios susurrándome al oído cuatro palabras que no hubiera querido escuchar. «Ya no te quiero», me dijiste.  Y todavía mi cuerpo estaba impregnado del sudor de tu propio cuerpo. Frío y cálido, al mismo tiempo mareante, y a partir de entonces el sudor salvaje de la piel ya no tiene un lugar en mi cama. Me causa pánico ser raptada por un aroma irresistible. Un sudor de tal autoridad, que embriaga mis sentidos e inutiliza mis pensamientos, debe estar a una distancia razonable. Nunca más sobre el edredón nórdico de mi apartamento.

           Mi apartamento está climatizado. Mi ordenador personal regula automáticamente cualquier oscilación de la temperatura. Basta con hacer un poco de gimnasia para darse cuenta de que sudar, en mi apartamento, se ha convertido en una tarea difícil. Fue una solución ridicula. Lo reconozco. Mi cultura y conocimientos hubieran podido superar tu rechazo gracias a métodos más inteligentes. No se me ocurrió otra cosa, y lamento defraudarte, que comprar un climatizador. El climatizador, hasta hace dos meses, me permitía borrar las huellas del perfume de tu cuerpo. Pero ahora dos hombres me lo han vuelto a recordar y sin soltar ellos, por ilógico que parezca, la menor toxina.

           El climatizador está en garantía y funciona correctamente. Lo he comprobado. Ocurre que, por alguna lógica imposible, se olvidó de mí. No registró mis cambios de temperatura en estos dos casos, en estos dos momentos de mi vida, pero sí los de mis acompañantes, que seguían durmiendo sin sobresaltos a mi lado. O los hombres ejercieron alguna extraña influencia sobre el climatizador, o fue el climatizador quien actuó sobre ellos. Estos incidentes técnicos no tendrían mayor relevancia si no fuera porque los dos hombres murieron. El primero, al conocer yo al segundo. Y el segundo hace tres días, es decir, cuando entablé relación con un tercero. Si el proceso siguiera algún tipo de lógica, casi dentro de un mes habría de conocer a un cuarto o no conocer a ninguno más, pero me enteraría de la muerte del tercero. No me cabe duda de que moriría a las 6 y 22. Y ojalá se cierre el círculo en esta próxima muerte. O mejor todavía, ojalá no haya muerte y este último hombre, el tercero, ejerza de balsamó. O de antídoto. Esta es la razón secreta de mi carta, una carta que te habrá sido entregada en mano y con el propósito de evitar tus maniobras. Sería una lástima que yo me viera obligada a enviar unas copias de la presente tanto a tu esposa como al decano de tu colegio profesional. Y te lo hago constar a modo de aviso,  para que sepas que me he cubierto las espaldas. Has de saber también que no he contraído ninguna enfermedad, y así lo demuestran los análisis que adjunto para ese historial que a buen seguro abriste sin mi consentimiento. Convertirme en tu paciente debió facilitarte la tarea, y en esta creencia te comunico que psicológicamente estoy deshecha pero que el resto de mi salud es insultante. Comparable incluso a la de estos dos hombres, que disfrutaban de una salud de hierro cuando les sorprendió el óbito, el paro cardiaco, la muerte natural. Si es que hay algo de natural en la muerte, porque estoy leyendo un libro que afirma lo contrario. Se trata de un texto de filosofía griega, y cuenta que el caos es el vacío originario, la confusión general de los elementos y la materia. El caos es anterior a la creación e incluso a la ordenación del mundo, pero a mí todo este vacío, la confusión posterior e incluso la precedente, se me manifestó en ambos casos en forma de charco de sudor. Y ocurrió a las 6 horas y 22 minutos.

           En los dos instantes desperté de mi sueño a kilómetros de cada una de esas muertes pero igualmente bañada en sudor. Un sudor vacío, primigenio, donde pueden comprimirse las ideas hasta alcanzar la textura del corcho y romper después, estallar, en dos presentimientos. Dos certezas de muerte.

           Al primer hombre que murió lo conocí un mes antes de que se cumplieran los cinco años de tu abandono: el día 5 de junio. Y el 5 de julio cumpliste los cuarenta. Tres días más tarde encontré su esquela en el periódico. La esquela no te­nía nada de particular, salvo la fecha de su defunción. Un 5 de julio: coincidencia que me llamó la atención hasta el ex tremo de identificar al fallecido como uno de mis amantes. Un espontáneo. Un tipo corriente, cuyo único mérito estriba en conocerme un mes antes del día de tu cuadragésimo cumpleaños. Ignoro si eres capaz de comprender hasta qué punto pude llegar a quererte, tan obsesivamente quizá, que cinco años después de nuestra ruptura  sentí que este hombre había muerto, sin más, para que yo recordara en su esquela la fecha de tu aniversario. Según me explicaron en el depósito, murió a las 6 y 22 del día 5 de julio, el mismo día y a la misma hora que yo me despertaba sudando en brazos de otro hombre. El primer hombre con el que se produjo el fenómeno de mi sudoración, y que un mes más tarde, el 5 de agosto, se convertiría en mi segundo cadáver.

           La madrugada del 5 de agosto percibí la brisa, el sudor en la nuca y me incorporé. He analizado una y otra vez mis movimientos. He comparado las reacciones del 5 de julio y del 5 de agosto hasta la saciedad. He buscado en mi memoria cualquier gesto, me bastaba con un olor, un sonido que diera sentido al fenómeno. El 5 de agosto encendí la luz de la mesilla corno si supiera  ya que eran  las 6 horas y 22 minutos.  Sabía  que el climatizador  había vuelto a olvidarse de mí, su segundo olvido en dos meses, pero no de mi joven acompañante, que dormía fresquito a mi lado y con absoluta tranquildad. Y así fue, como si el climatizador se hubiera mostrado generoso también con ese hombre, o como si ese hombre tuviera la rara habilidad de manipular a su capricho la tecnología punta. Como si yo, tal vez, desde lo más recóndito de mi sueño, mehubiera desplazado a kilómetros de mi climatizador habitual, e incluso de mi amante espontáneo, para acudir al lecho de un amante anterior. Un amante olvidado. Otro hombre que en ese preciso instante moría. Moría limpiamente, sin sudor ni sobresalto alguna, porque tal vez todo el sudor de su muerte era mío para siempre y a él no le quedaba otro espacio que morir al lado de una mujer inexperta, de una esposa poco solícita o en el peor de los casos morir solo. En una soledad tan grande que nadie, excepto yo, pudiera escuchar desde la nada su minúscula llamada de auxilio.

           Fue solamente un susurro: «ya no te quiero». El susurro de un fusilado por su propio corazón. El corazón de un hombre torpe. Un hombre humillado por su ignorancia, tan común a la de todos los hombres, y que de pronto se encuentra al filo de un desenlace confuso pero igualmente universal. Un final al que llamamos muerte y que se registra en la esquela del periódico tres días más tarde, la esquela del periódico que he leído esta mañana sin entender por qué fijaba la atención en esa esquela y no en otra.

           Murió a las 6 y 22, y mientras estaba muriendo yo me había dejado asaltar por la impresión de que tal lógica pudiera albergar un sentido. Una dirección. Y no va conmigo hurgar en los bolsillos de nadie, pero la única manera de salir del laberinto era buscar entre las pertenencias de mi tercer amante. Y así descubrí que ese hombre era el propietario de una cartera preciosa. Una cartera de piel de cocodrilo, fría y cálida al tacto, sin formaciones glandulares y recubierta de escamas. Una cartera idéntica a la que yo, hace cinco años, te regalé.

           La deposité sobre una silla y di dos pasos atrás. Tuve miedo. Supongo que a esa distancia se me antojó algo más peligrosa, más irresistible, porque yo, que hasta ese momento no había advertido en aquel hombrecito problema alguno, salvo el de su ineptitud, me aproximé de nuevo a la cartera re­corriendo con sumo cuidado los dos pasos que me separaban de ella. La cartera yacía exhausta en aquella silla, sobre los pantalones, como si se tratara de un explosivo. Una bomba de fragmentación. Y habiendo sudado ya todo lo que tenía que sudar, y preguntándome una y otra vez qué diablos podría encontrar yo en aquella cartera tan enigmática, la tomé otra vez en mis manos, y a medida que buscaba la sentí cruel. Hi­riente y despiadada, como si todo el dolor del cocodrilo, en el momento de su caza, hubiera sido arrancado del reptil de un solo y potente zarpazo. O de un mordisco, tal vez salvaje y confuso, pero de cualquier modo semejante al que se deslizó esa noche entre las fauces de aquella cartera cuando yo extraje de pronto un carné de identidad.

           No sabía que se trataba de tu propio hijo. Ni siquiera sabía que tenías un hijo. Ese hijo que ojalá siga siendo tu hijo dentro de un mes exacto, el 5 de septiembre, a las 6 y 22; cuando la confusión general tome una decisión al respecto; cuando yo pueda entender el sentido completo del caos que me paraliza y que ya entonces me perdió. Porque al introducir de nuevo el carné en su lugar, advertí la presencia de unas fotos que estaban cayendo al suelo por descuido.

           Las fotos se relacionaron de inmediato en mi memoria con las imágenes de algunos de mis amantes, entre ellos y sin lugar a dudas, con los dos que habían muerto. Amigos tuyos, porque aparecían contigo en las fotos, pero también de tu hijo. Amigos de la familia, de tu familia, y que no fueron más que amigos de una noche para mí. Dos de ellos murieron de forma natural, tan natural a mis ojos como su estilo de abordarme e idéntico, por otra parte, al que exhibió tu hijo, y que tan certeramente despertó mi curiosidad. Mi deseo. Nunca sospeché que mis amantes pudieran jugar con ventaja. Nunca hasta que irrumpió el desorden en mi vida y fugazmente se hizo visible la realidad. Lo hizo mediante el vuelo de un puñado de instantáneas, fotos de una boda o de un bautizo recientes, retratos diseminados por el suelo de mi apartamento y que explicaban la historia de un entrañable jovencito. Un hijo tuyo que, por cierto, ya existía cuando yo te conocí. Existía igual que otras tantas personas que mantuviste al margen de nuestra relación, apartadas de mi lado, y que luego han resultado conocerse; profesarse algún tipo de amistad, aunque fuera de conveniencia. Se me hizo imposible comprender que durante cinco años, y desde el día en que me abandonaste, no hiciera otra cosa que beneficiarme a tus amistades. Y quién sabe también si a tus pacientes. Porque viendo aquellas fotos cayó sobre mis hombros una amargura insaciable.