Aguja de Bitácora
Crónicas
© Sergio Plou
jueves 12 de junio de 2008

     Hace tiempo que no cuento las andanzas de mis inefables vecinos y hay quien las echa a faltar. En esta especie de «loft» baturro, donde la casualidad me condujo a vivir, un servidor gozaría el doble de su «solución habitacional» si no hubiese noticias al respecto pero hará un par de días, durante una procelosa tormenta de ruidos, más potente de lo habitual, que se creó una conexión directa entre la ortopedia de al lado y la cama de mi dormitorio. Por fortuna eran más de las diez de la mañana y llevaba un rato escribiendo, o intentándolo al menos, cuando la gruesa broca de un taladro de martillo irrumpió en mi domicilio de renta moderna (aunque económica) provocándome cierto estupor. Mientras arrojaba dicho artefacto sobre mi manta japonesa un puñado de cascotes, contemplé la intromisión como el que asume la fatalidad, sin alteración ni cólera en las entrañas, apenas con el pulso encendido por el café y con mis constantes vitales dentro de la media. Era previsible que tras rader las paredes de papel que nos separan con algún instrumento del maligno, tras golpear los tabiques con lo que supuse eran mallos pilones, aquel agujero similar en su aspecto al mapa de la comunidad autónoma madrileña era el regalo más pequeño que podría haberme deparado el destino, de modo que di gracias a los gnomos por no estar durmiendo en ese instante — asunto harto improbable — y aguardé la llegada de los curritos a mi domicilio. Supuse que llamarían a mi puerta visiblemente alterados, de rodillas tal vez y disculpándose, buscando seguramente cualquier excusa que perdonara semejante desliz para ponerse enseguida a mi disposición y arreglar el desperfecto. Si es que puede considerarse un desliz tal atropello y un desperfecto al boquete de veinte centímetros que abría en canal el ladrillo. El día anterior había notado que las luces del techo no respondían a la orden del interruptor. Como no saltó el limitador y los fusibles estaban intactos, ambas circunstancias me indujeron al razonamiento lógico de que los operarios, en su laborioso frenesí o en pleno rapto y para acabar cuanto antes con esta endemoniada obra, podrían haber arramblado con el tendido eléctrico de mi casa. No me cuadraba porque se habrían llevado una garrampa divina al topar con los cables, lo que produciría un corto y el subsiguiente apagón. Aún me hacía cruces con el asunto cuando amaneció el agujero, a través del cual podía escuchar sus conversaciones con cierta nitidez, y cuál fue mi sorpresa al comprobar que, lejos de caer en la cuenta, aparcaban la faena que llevaban entre manos y se iban a llenar la tripa, pues ya era la hora del bocadillo y les fallaban las fuerzas. Di gracias nuevamente a los gnomos porque el percance les hubiera pillado con la potencia muscular disminuída ; con una par de huevos fritos y tres o cuatro chistorras bullendo en sus jugos gástricos a estas horas, detrás de la broca y el taladro hubiera atravesado la pared el peón entero. Creyendo que se me escapaban salí pues a la calle y llamé a la puerta con todo el sosiego que puede albergar un ermitaño de mi catadura en tal ocasión, que era bastante. Al otro lado del cristal vislumbr é que trabajaba un electricista. Pude identificar su profesión en la lejanía a tenor de sus gafas, destornilladores al cinto y lo que parecía un puñado de cables en la boca. Me hizo señas para que entrara en la ortopedia subido como estaba al último peldaño de una escalera metálica. Hurgando en los plomos casi a la altura del techo y con el mono azul tiznado de escayola, se sacudió el polvo como pudo, me dio los buenos días y preguntó de sopetón si me aquejaba una gastralgia. Sorteando sacas, baldosas y múltiples pilas de materiales de construcción que se iban amontonando por el suelo de cemento cundió en mí la desesperanza de que aquella obra pudiera durar lo mismo que la construcción de las pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos juntas. Una vez que logré llegar hasta la escalera donde aleteaba la pularda, hice de tripas corazón y le comuniqué la buena nueva.
     —Acabo de sufrir un poltergeist en mi casa.
     —¿Y hay que lamentar desgracias personales? — preguntó después de echarme un vistazo.
     —Veinte centímetros de pared.
     —Más se perdió en Cuba —contestó sonriente—. No habrá llamado a la policía, ¿verdad?
     —No es mi costumbre —dije con asombro—, pero si es necesario no tengo inconveniente.
     —Se lo cuento porque la vecina de arriba, cuando entró en su casa y vio que tenía el cuarto de baño colgando del aire le dio tal yu-yu que no se lo pensó dos veces...

Crónicas
2007 y 2008 2009 a 2011
Artículos Críticas Literarias Relatos Las Malas Influencias Sobre la Marcha La Bohemia La Flecha del Tiempo