El Cuaderno de Sergio Plou

      

domingo 22 de noviembre de 2009

Albatros, delfines y ballenas

Desde Oamaru a Kaikoura pasando por Chirstchurch




AUCKLAND

ZARAGOZA













    Desconozco si hago turismo o si ejerzo de viajero, pero si algo tengo claro es que la esforzada vida que llevo en las Antípodas no puede compararse a la de los aficionados a la bicicleta.

    Hay peña que viene desde el quinto pino con el propósito de recorrer el país sobre dos ruedas. Los ves subiendo repechos impresionantes con la mochila a la espalda y sendas alforjas colgando a modo de contrapeso, y no sabes si un bulto extraño repta por la calzada o se va a materializar un extraterrestre. En estas cosas pensaba el sábado camino de Kaikoura desde Oamaru —una soba de 200 kilómetros— mientras observaba a los neozelandeses salir de sus casas para pasar el fin de semana más caluroso que llevamos en el país. Faltó poco para que nos cociéramos en la Vampi, donde descansaba la manta de alpaca, así que tuvimos que ponernos en manga corta y encender el aire acondicionado.

    No hay puntos medios. O te pasmas o te asas. Y esos que soplaba un ventorrillo toprical que en algunos instantes nos hizo creer que lo mismo se levantaba un tifón y caía una tromba de agua, pero no fue así. Las emisoras de radio contaban que en Dunedin tuvieron un escape tóxico y que los padres de la localidad se habían sublevado temiendo por sus vástagos –estaba en juego toda su “heritage”, la progenie y el patrimonio de sus ancestros- y que en Christchurch la policía encontró un inmueble donde se fabricaban explosivos, todavía se desconoce con qué fin y para qué, puesto que la calma y el ambiente pacífico son moneda corriente en estas tierras.

    Durante el largo viaje (recordemos que los kilómetros parecen duplicarse al otro lado del globo), pudimos entretenernos visualizando el excentricismo de los lugareños a la hora de organizarse los días festivos. A medida que cruzábamos pueblos y ciudades, veíamos a la peña ocuparse del huerto y el jardín, cargar su ranchera con una pala excavadora atada con una simple liza, enganchar con dos putos pulpos un quad en un remolque, transportar caballos en su carromato hasta el pueblo de sus padres, sacar de paseo el coche antiguo –generalmente de principios de siglo XX- o arrancar la moto y largarse con los colegas, en plan macarrilla, lo mismo a la Beach que a Mt.Cook.

    Existe la costumbre de apañarse unos coches para hacer “raids”, hasta que parezcan un modelo de los que conducía Steve McQueen, o montarse en Harley Davidsson de tres ruedas. Les gusta ser creativos con los artefactos de carretera. En estas observaciones fui ocupando el tiempo, ya que, como copiloto, tenía poco que hacer en esta ocasión, salvo estar pendiente de los cruces, avistar gasolineras y ocuparme de mantener el sentido de la marcha en ocasiones de batiburrillo. Enseguida te das cuenta de cuándo un europeo –los ingleses, aquí, son británicos, como si no estuvieran en el mapa de Europa- se pierde, entra en barrena o simplemente cae en un sindiós en mitad de un cruz semafórico, que están organizados para cagarte garras abajo. De algún modo es un mito lo de que los neozelandeses no pasan de cien por hora, al igual que su cordura en los adelantamientos.

    La existencia del “passing lane”, que es algo semejante a la creación de una via alternativa para adelantamientos en ciertos puntos, genera auténticos carrerones para quitarse de en medio un camión. Tampoco existe quórum sobre cuándo se llevan las luces de posición. En teoría se usan siempre, pero la gente te echa las luces para avisarte de que la policía está merodeando en los alrededores o, en su defecto, para indicarte que llevas puestas las luminarias de posición, así que es algo bastante relativo.








    No entramos en Christchurch, ciudad que dejamos para el final de nuestro transporte con la Vampi. Tenemos que entregarla allí el próximo día 25, así que será la última localidad grande que visitemos mediante la caravana. Desde ahí funcionaremos con trenes, aviones y, si nos animos, incluso en globo aerostático. Está por ver, claro.

    Nos hemos enterado que Methven, a hora y media de Christchurch, se puede viajar en globo y nos ha picado la curiosidad. Así que sorteamos Christchurch y la región de Canterbury, pasando desde Timaru hasta Roleston y Belfast (la segunda Belfast, no la irlandesa), hasta llegar a Kiapoi y Woodend. En Woodend, optamos en un principio por ir a comer a la playa, pero estaba un poco caótica, debido a que los bomberos habían acordonado la zona. Por lo visto está prohibido hacer fuego en la zona y, eso supusimos, alguien se había pasado con la barbacoa. El caso es que acabamos en comedero del pueblo, a orillas de la cuneta, tomándonos una especie de pizza elaborada en una hogaza de pan y continuamos a trote ligero a kaikoura pasando por Cheviot.

    La zona de Oamaru y Timaru eran de una vegetación tropical, clásica del sur del país, en cambio las proximidades de Canterbury y Christchurch, mucho más urbanizadas, eran más ralas, aunque siempre verdes y floridas. Atravesamos todo un paisaje dedicado a bodegas y viñedos, los Vineyard, que dicen por estos lares, kilométricos ranchos modelo la Ponederosa, incluso uno de ellos parodiaba Bonanza copiando su nombre, y en ciertos espacios amplios, azotados por el vendaval del Ashburton River, recordamos por unos minutos lo mal que lo habíamos pasado en Five River. Tan sólo fueron unas ráfagas de aire caliente, pero se nos pusieron los vellos de punta. A la altura de Domett, cuando la carretera comenzaba a cubrir los montes de la sierra de Kaikoura, la vegetación volvió a los abetos y pinares, formando de nuevo paisajes de maravillosa belleza. Llegamos a Kaikoura a eso de las cinco de la tarde, encontramos el cámping sin excesiva dificultad (apenas nos equiocamos un par de veces de calle, lo que, en nuestro caso, es una suerte morrocotuda) y después de hacer el “chek in” no tardamos gran cosa en ponernos el bañador y zambullirnos en la “hot pool” –la piscinilla de agua calenturria- que ofrecían a modo de “facilities”.

    Por la noche, como era el cumpleaños de Helena, mi compañera sentimental, acudimos a cenar fuera y conocer un poco la noche de Kaikoura. Habíamos estado leyendo una novela sobre “El Rojo”, el calamar gigante, donde se hablaba del maremoto que registró estas tierras haces unos años y que devastó la costa y el turismo durante un tiempo. Se trata sin duda de una ficción, pero está ambientada en lugares que fuimos recordando a medida que pasábamos ppor ellos. Tampoco nos costó mucho entender que Kaikoura se había dedicado a la pesca de ballenas en décadas atrás. Al ver las pedregosas playas de la localidad, comprendimos el espectáculo dantesco que se organizaba en las mismas, donde despellejaban y troceaban a los animales, familiares sin duda de los que ahora se fotografían como especie protegida, a los que se trata con un respeto casi religioso y a los que puedes ver de lejos en su hábitat, sin aproximarse demasiado y siempre bajo la mirada atenta de la guía naturalista que viaja en cada barco para que se cumplan las reglas. Teníamos previsto en Kaikoura dos facetas imprescindibles: ver delfines y ballenas. Programamos para hoy ambas actividades por internet, después de acudir a los centros de encuentro y hacernos una idea, y luego, algo rendidos por el viaje, nos acostamos más bien tempranito.


    Amaneció a las 5 y cuarto de la madrugada, y poco después abrimos un ojo con cierta despreocupación, puesto que no había sonado el despertador que temporizamos a las siete. Habíamos acordado la cita con los delfines a las 8,30 y estamos ligeramente nervisosos. Helena iba a nadar con ellos en pleno océano y yo, más gatuno con los baños gélidos a primera hora de la mañana, realizaría el reportaje fotográfico. Ella iba por lo tanto de nadadora y un servidor de “watching”, que es más tranquilo y te ríes mejor. A última hora de la noche, con el calorazo que reinó durante toda la jornada, se levantó una fresca inmisericorde, así que nos levantamos con cierta pereza y al mismo tiempo nerviosos, no todos los días te zambulles con delfines silvestres, que es algo muy diferente a trabajar en una película con el viejo Flipper. O con la orca de la factoría Disney. No tardamos mucho en comprenderlo.

    Hicimos un desayuno frugal, y no en plan lugareño, con sus judías, huevos y demás alimentos de increíble potencia calorífica. Se redujo al clásico cafecito o té y una tostadilla, que fue lo que nos salvó de la quema. Ya teníamos también ciertas tablas con los barcos, otros sin embargo se pasaron la mitad del viaje potando en unos badiles preparados al efecto y que sutilmente recogía la guía desde el barco cuyo contenido iba arrojando por la borda discretamente. Conté una docena de cubos. Pero no adelantemos acontecimientos. La jornada comenzó en el Dolphin Encounter, realizando el “check in”, recibiendo las aletas, el neopreno, las gafas y el respirador de rigor (en el caso de Helena, que estaba cumpliendo así uno de sus sueños) y asistiendo a una charla, con su respectiva presentación de diapositivas, donde se indicaba la manera de comportarse con los delfines salvajes en mar abierto, lo que se puede hacer y lo que resulta inconveniente. Acto seguido nos trasladaron en un par de autobuses hasta el puerto de South Bay, donde aguardaban dos barcos para realizar la travesía.


    En principio se iban a realizar dos zambullidas, pero la insistencia de Helena y otras nadadoras propició un tercer chapuzón. Un servidor, entre tanto, realizaba el reportaje fotográfico, del que cuelgo sólo una muestra. Las fotos no hacen verdadero honor al espectáculo que se vive pateando el barco a toda pastilla. Sobre todo cuando eres el único que campa a sus anchas y no tienes competencia a la hora de tomar las imágenes. Es duro disputarse un rincón con un japonés entusiasmado, que no se despega de su posición allá le hinques el codo en los higadillos o le arrojes encima un caldero de agua hirviendo, como en el viaje panorámico en tren a Middlemurch del pasado viernes. En este caso, podía agarrarme a la proa y filmar a los delfines nadando a una velocidad vertiginosa, cruzándose por la quilla, saltando en mis narices y realizando acrobáticas cabriolas. Realmente son unos animales muy divertidos, alegres y vivaces. Les gusta relacionarse con las personas, y cuando los nadadores se arrojaron al agua enseguida los rodearon. Helena me comentó después que mantenerse con los delfines a flote, nadar con ellos y soltar los grititos que les enseñaron los guías para que se acercaran, requiere cierta forma física pues resulta un ejercicio agotador. Al rato, si no lo controlas, tienes en el estómago en la boca, así que no es raro que los sufridos bañistas (en un porcentaje del 75%) hicieran el pichón –léase que regurgitaban el “breakfast”- a mandíbula batiente.


    Tres horas después de partir de la bocana regresamos a la misma. Lo disfrutamos al máximo. Era muy sencillo encontrar cardúmenes de delfines en la bahía de Kaikoura. En esta zona la playa termina en una fosa abisal de forma encañonada que alcanza en su primer tramo los tres mil metros de profundidad, para continuar bajando después hasta los seis mil y posteriormente hasta los 9 kilómetros. En esta formidable bañera cabe la mayor riqueza piscícola de Oceanía, desde las ballenas hasta los calamares gigantes, pasando por un conjunto de especies impresionante.

    Lo más chungo del trayecto fue –para los bañistas- en su mayor parte mujeres, quitarse el neopreno y ponerse de nuevo la ropa de calle. En cubierta, la guía, que se llamaba Miranda, rociaba a las buceadoras con una manguera de agua caliente y los machotes ya iban en la segunda remojada con un mal cuerpo de aúpa. Como el barco era más bien un yatecillo pequeño, era cuestión de habilidad no pillar un pasmo y agilizar el cambio de prenda. La guía, a los que eran capaces de digerirlo, nos obsequió después con un chocvolate caliente y unas sabrosas cookies (léase galletitas) con tropezones de chocolate. La actividad fue un éxito de crítica y público en todos los aspectos, si bien algunos –visto el resultado- hubiesen hecho mejor en contratar un treeking por el monte. Para celebrar el acontecimiento, al llegar de nuevo al pueblo y apalabrar para el día siguiente una nadada con focas, nos fuimos a comer unos mejillones y posteriormente hicimos el “chek in” correspondiente para el barco de avistamiento de ballenas. Las ballenas son de la especie “sperm whales”, parecidas a los cachalotes...


    Si lo pasé en grande con los delfines, la contemplación de la primera ballena fue soberbio. Verla salir del océano soltando un surtidor de agua, como si fuese un pequeño géiser, es algo que sólo había visto en documentales y tenerla delante, tomando oxígeno, es un acto mágico. La gente se arremolinaba en el catamarán de las cuatro de la tarde en completo silencio, sin pestañear, temiendo que si por un instante se limpiaban las lágrimas de los ojos se perdieran la magnífica inmersión del animal en las profundidades, cuando su aleta caudal, lo último que entra en contacto con el agua, se despliega de manera formidable en el horizonte para perderse en el mar. Es de una belleza excitante, todo un privilegio.


Sumario Crónicas desde las Antípodas