Cambio de rasante
Crónicas
© Sergio Plou
domingo 9 de noviembre de 2008

   Un día de estos, según me han dicho, volverá a reunirse mi célula y aún desconozco si vendrá un macrófago y se la zampará de un mordisco. Falta un suspiro para dar el golpe de timón y me avisan con suficiente anticipo para que me vaya haciendo un cráneo. Como en materia poítica soy un extrauterino, en cualquier instante podría salirme del tiesto —todavía más de lo que estoy— y convertirme en un aborto de la naturaleza, por eso se preocupan por mi salud mental. Es una cuestión de números. Son conscientes de que, más que afiliarme a su partido, me abandoné a lo que significan sus siglas. Aunque semánticamente no representan nada, guardan cierta estética sentimental. Hablando con propiedad, si lograron apuntarme fue gracias a una crisis de inercia y llegó mi consentimiento bajo la escueta condición de que no me costase un céntimo. El mal menor y la solidaridades forzosas nunca fueron de mi agrado, y puedo decir en mi descrédito que desde entonces no he conseguido mayor prebenda que hacer el ridículo, circunstancia que para un escritor tendría que ser la razón de su existencia, aunque a mí me produzca acidez. Pero vayamos por partes.
   Todo empezó cuando el país estaba a punto de caer en las garras de un mameluco barbudo con ceguera cortical. La única respuesta, por lamentable que parezca, requería de un servidor que acudiese a las urnas con el firme propósito de impedirlo. Como si yo fuera alguien y pudiese cerrar el paso a la idiotez, puse el despertador y me levanté bien temprano. Ya se sabe que los héroes madrugan, sin embargo, en lo más hondo de mi fuero interno, late la arraigada convicción de que no fue una casualidad. Se aseguraron de que me levantaría de la cama aquél domingo a fuerza de enviarme a la policía, unos días antes, con un requerimiento legal. Me habían nombrado vocal suplente y aunque me libré de la quema, una vez allí, en la mesa electoral, hubiera sido ridículo echarse atrás o hacerse el remolón. Ahora me da grima, lo reconozco, pero tampoco me arrepiento. Asumo también que faltó poco para que me diera un bajonazo. Con cuarenta y ocho tacos era la primera vez que votaba y hasta entonces me sentía orgulloso de no haber perdido la soberanía depositando un papelito en una absurda rendija. Siempre pensé que la democracia era una broma pero después vino la célula y el carné, como si una circunstancia llevara implícita la siguiente. Todavía recuerdo que al encontrar la revista del partido en mi buzón sentí tal vergüenza que me subió la fiebre y tuve escalofríos. No llegué a sentir mareos ni me desmayé, como ocurre ahora cuando llega la gripe, pero fue igual que si me atacara un virus. Luego me comí la cabeza pensando que conocería a ciertos politicastros locales en su propia salsa y que gracias a mi presencia en sus tejemanejes alguno de los personajes de mi novela podría engordar su carácter. Aún lo creo así. Esta creencia, de hecho, actúa como un bálsamo facilitando la tarea, pero no escarmiento. Tengo la manía de dar consejos a los demás sin entender lo que me supondrá en un futuro. Nunca imaginé que el futuro estuviera tan próximo ni que fuera a reclutarme para su causa y ahora no encuentro razones para depedirme de semejante empresa. Pensaba limitar mi colaboración a la clásica fórmula de estar en cuerpo presente, levantando la mano cuando me mandasen y cotilleando abiertamente, de esta forma me sería más fácil merodear por la reunión igual que un fantasma por el castillo. Pero va a ser imposible. Llega la hora de la verdad y estoy predestinado a dar la nota.
   Al recibir la noticia no se me ocurrió nada mejor que cortarme el pelo. Confiando en que la poda me aclarase las ideas y aunque no sirva de mucho hacer escarda, me deshice de un montón de calcetines viejos, los que atiborraban el cajón de las mudas. También aproveché la ocasión para cambiar de camiseta. Me decanté por una negra. No es que quisiera estar en la onda de Obama, o que la más absoluta oscuridad reflejase la ausencia de color, sencillamente me parece graciosa porque tiene estampadas unas cuantas fórmulas matemáticas.
   Los manuales de autoayuda afirman que lo que llevas pegado al cuerpo te impregna el alma, sobre todo si eres un dejado y no te cambias de ropa. Matemáticamente he sido siempre un patán y calzándome una prenda repleta de ecuaciones lo mismo adquiría de pronto un pedazo de ciencia. Era improbable que se hubiese producido un error con mis datos y en mi paranoia, sin embargo, era lo más coherente. Cuando me dijeron que según el partido había un problema conmigo, no tardé mucho en confirmar mediante una sencilla regla de tres, que era lo más cuerdo que podían decirme, de modo que rompí en carcajadas. No podía creer lo que estaba oyendo. Un día de la semana entrante se iba a reunir la célula con el propósito de atar cabos, establecer directrices y farfullar estrategias. Había que descabalgar de su jumento en la próxima asamblea al atún que teníamos metido entre ceja y ceja y me cuentan que, precisamente conmigo, se ha producido un error. ¿No les resulta extraño? El atún del que hablo, como si fuera un personaje extraído de un cuadro de El Bosco, pelea en surrealistas batallas a la orden de un sapo que tiene el don de la ubicuidad. El sapo en cuestión, antiguo gobernador y hoy teniente de alcalde, antaño fue socio de una empresa, donde su esposa todavía trabaja. En dicho negocio, situado para más señas en la barriada de Little Mountain, casualmente trabajé yo hace unos siglos. Es curioso que el error consista en atribuir mi domicilio a dicho enclave y no al que en realidad me corresponde, lo que me impediría asistir a la asamblea. Para subsanarlo con presteza, la jefa de mi célula se ha dirigido al registro federal de Madrid. En la capital del reino, y en aras de garantizar mi adecuada presencia en el apaleamiento del atún, le propusieron enviarme un certificado que limpiase mi nombre de toda incidencia. A mí se me antoja un asunto harto complejo porque, suponiendo que llegue a tiempo el certificado, cabe la posibilidad de que mi nombre no pueda bruñirse ni con la más severa de las lejías.

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