El Cuaderno de Sergio Plou

      



Conjunción estelar



         Había acudido al sarao con la jefa de los lobatos, que se quedó descompuesta. Y no por el morreo sino por el comentario que hice al respecto, y que el Pianista, que venía con nosotros, también oyó. Sólo dije que alguien tendría que acompañar a la Seminarista hasta su casa, porque era evidente que no se tenía en pie. La Scout estaba al tanto de lo que había entre la Seminarista y un servidor, si es que había algo. El Pianista, que estaba de permiso y había cogido tablas en el cuartel, tampoco se chupaba el dedo. Si hubiera dado un paso al frente, ofreciéndose de voluntario, no me hubiera extrañado. En lugar de eso me aplaudió. Buscó donde apagar el pitillo mientras se subía las mangas de la camisa, y después se me quedó mirando a la espera de una respuesta. La Seminarista acababa de sufrir un desmayo y yacía en los torpes brazos del Tieso, que nos observaba con ojos de súplica. Entre el Pianista y yo la condujimos hasta el lavabo a refrescarla. Algo más recuperada, la llevamos después a un sillón, donde en un momento de descuido se vació una copa de vodka. Cuando quise darme cuenta habíamos pasado por la cocina, el cuarto de estar y el vestíbulo, donde recogimos su bolso. Bajamos las escaleras con ella, porque no había ascensor y a trompicones llegamos a la calle. Escoltar hasta su domicilio a aquella vieja amiga del colegio iba a ser nuestra buena obra del día. El Pianista paró un taxi y la metimos con cuidado en el asiento de atrás, a su lado me senté yo y el Pianista cerró la puerta desde fuera.

         — Son las once – me dijo consultando su reloj—. Si no vuelves temprano no te preocupes.
         — Que no me preocupe,  ¿de qué?
         — ¿Está borracha? – interrumpió el taxista.

         Había pasado media juventud flirteando con aquella leona de caderas de avispa pero nunca la sentí tan cerca como para notar que bajo la presión de sus pantalones ajustados, que tan lascivamente abrochaban sus curvas, se contraía un estómago furioso a punto de entrar en erupción.

         — Vigile a la prenda – interrumpió de nuevo -, no vaya a hacer el pichón.

         Entonces no existían los elevalunas eléctricos. Le di vueltas a la manivela hasta dejar la ventanilla abierta de par en par. La Seminarista comenzaba a enrrollarse sobre sí misma igual que un gusanito a punto de echar las papas. Cuando encontré el reposabrazos extensible, pensé que no llegaría a tiempo. Hice palanca con una pierna, metí el codo entre los huesos de mi amiga y el escay y logré que aquella chica, reducida al papel de un monigote, sacara los hombros y su melena a la intemperie para que arrojara allí sus miasmas.

        El Pianista colaboró en la maniobra a una distancia prudencial. Buscó en su bolsillo y me entregó un pañuelo impoluto para que le secara la frente.

        — No te preocupes por tu novia – me explicó entonces—. Yo la acompañaré a casa.

       El Pianista creía haber sellado un concordato que le ataba a mis pretendientes. No tuve derecho a réplica ni a cinturón de seguridad. Con la Seminarista entre las piernas arrancó el taxi a toda pastilla. El conductor se lamentaba en voz alta, lo que me indujo a fantasear con las cunetas. Subrepticiamente nos observaba  por el retrovisor, mientras mantenía un diálogo con un cliente invisible  al que obligaba a limpiar el tapizado con la lengua. Supuse que el taxista era esquizofrénico pero una conjetura así, lejos de ayudar, termina estresando. Mediante el sencillo procedimiento de extender el brazo por fuera y agitar el pañuelo del Pianista, iríamos a Urgencias... Mi amiga no tenía buen aspecto. Decía palabras inconexas a las que yo respondía mecánicamente y se zarandeaba en los volantazos, así que era difícil cuidar de que no se diera un golpe sin romper las estrechas barreras de su espacio vital. A medida que nos íbamos acercando al hospital pensé en el susto que se llevaría su familia cuando les llamara por teléfono. ¿Nos estábamos enfrentando a una fabulosa melopea o a un coma etílico?  Tal vez no fuera para tanto. Opté por llevarla al parque, quizá respiraría mejor. Pero una vez allí pensé que lo mejor que podía hacer en sus condiciones era acostarse un rato, darse una ducha y tomar un café. Así que, ni corto ni perezoso y con los más sanos propósitos, se me ocurrió la feliz idea de llevarla hasta mi habitación. A esas alturas el taxista estaba hasta los huevos, e iría empeorando, porque el contador superaba la cifra que yo podía pagar y porque mi humilde morada estaba inscrita en la casa de mis padres. Tierra, trágame. ¿Qué conjunción es ésta?

       Todavía escucho los cacareos de mi hermano pequeño cuando descubrió que había una mujer en mi cama. Aunque estuviera en coma. Le  faltó tiempo al samarugo para correr a pregonarlo.

       Salí de aquella convenciendo a mi padre de que estaba enferma y necesitaba una ambulancia. Al final fue a por el coche y la llevamos a casa, donde sufrió un arresto domiciliario de varios meses. Incomunicación incluida. No es que la profesión justifique los medios, pero en mis pesadillas me encontraba de repente a su padre en traje de campaña y con el cetme en las manos dispuesto a volarme la cabeza. Su padre es militar.

       La Boy Scout no montó una acampada tras la resaca. Me citó en un bar corrientito y a pie de barra me indicó que nuestra relación había pasado a la escala auxiliar y que a partir de entonces seríamos tan solo buenos amigos. El Pianista no solicitó mi permiso para liarse con ella, le parecía demasiado repentino manifestar sus inquietudes al respecto. Y aunque parezca increíble, Lord Tieso me llamó por teléfono y me puso a caer de un burro.