El Cuaderno de Sergio Plou

      

del lunes 14 al miércoles 16 de diciembre de 2009

Del calor ecuatorial al crudo invierno

Adiós Nueva Zelanda, buenas noches Singapur
Echando el bofe por el aeropuerto de Stansted




AUCKLAND

ZARAGOZA



















   En Auckland, volvimos a cruzar la aduana de Nueva Zelanda por penúltima vez. En todas las fronteras hay que rellenar un papelito para la policía de inmigración, donde te piden datos tan peregrinos que sólo sirven para preguntar tontadas.

   En la casilla profesional, que en Europa ya no interesa, suelo contestar que soy periodista o escritor, según el país donde vaya. En el primer mundo se cuidan de los periodistas no vaya a ser que se vayan de la lengua. A los escritores, por el contrario, nos tratan como a hippies. Y en el mejor de los casos como a intelectuales, gente aburrida que habla de libros o explica cuadros. En las demás preguntas, por norma, contesto a todo que no. Es decir, que no me voy a quedar a vivir, que me largaré pronto, que estoy de holidays —vulgo vacaciones— y que no pretendo conseguir ningún trabajo.

   A Helena, mi compañera sentimental, cuando entramos por primera vez al país, se le ocurrió marcar con un aspa una sola casilla, la que interrogaba por sus botas de montaña. Como llevaba unas botas en la maleta, respondió que sí, que efectivamente llevaba unas botas en el equipaje, de modo que se las hicieron sacar y cuidadosamente las revisó un guardia de origen serbio, del que ya hablé en las primeras crónicas. Yo en cambio llevaba las botas puestas y nadie dijo ni Pamplona, así es la vida de tonta. En esta ocasión, por lo tanto, marcamos negativamente todos los cuadradillos excepto uno, donde preguntan si te has hecho tú mismo el equipaje. Yo, en mi tendencia a negar lo que sea, tuve que hacer un tachón en la respuesta.

   A estas alturas de milenio queda feo afirmar que te ha hecho la maleta otra persona, pero el inglés, lengua en la que me manejo como un disminuido psíquico, resulta turbio y da lugar a múltiples malentendidos. En el caso de haber reflejado una respuesta negativa me hubiesen interrogado por quién había sido mi hacedor de equipajes, no se le hubiera ocurrido endilgarme una granada de mano. O lo mismo me espetan que soy tonto del culo por no hacérmela yo mismo, quién sabe. En fin, las aduanas son un pasatiempo absurdo. Esta vez no ocasionaron ningún problema y menos mal, porque llevaba en el equipaje un montón de animales muertos: esos corales de la playa de Iririki, material sensible para los funcionarios de la aduana neozelandesa. Recuerdo que los había por millares en la costa de Port Vila, la playa entera estaba cubierta de ellos y no me pude aguantar. Si hubiésemos traído las caracolas feministas hasta Vanuatu —las llamábamos así porque eran de color malva— hubiera saltado la alarma biológica de Auckland. No nos decidimos a llevárnoslas porque habían sido colonizadas por seres desconocidos.

   Pasaron a formar parte del experimento de Helena que, entre otras cosas, es doctora en Veterinaria. Las mantuvo escondidas en el hotel de los mochileros —en mi cesta de la suerte— aguardando nuestro regreso. Descansaron en una fiambrera herméticamente cerrada durante casi una semana, la que estuvimos en el parnaso, confiando que en dicho lapso morirían los inquilinos y podríamos traerlas a casa. Nadaban en un caldo ácido, de lima, para que los intrusos estiraran la pata, pero se aferraron de tal modo a las caracolas que al abrir la fiambrera emanaron una peste insoportable. Nunca supimos quiénes ocupaban su caparazón, ni introduciendo adminículos de variado corte alcanzamos a los colonos. So pena de destrozar a las caracolas no hubo más remedio que abandonarlas a su suerte.

   Por lo demás, Auckland nos recibió con lluvia. La primavera neozelandesa se alargaba tanto que comprendimos las razones de los turistas que encontramos en Vanuatu y que, buscando el calor tropical, habían abandonado la ciudad. En esta ocasión nos recibió en el mostrador del establecimiento de los mochileros el propietario mismo del hotelete, y que resultó ser un recio maorí entrado en carnes, con sano sentido del humor y bastante agradable en el trato. Habíamos apalabrado una habitación de las denominadas "twin", con baño comunal en el pasillo, y nos adjudicó la 14.

   La 14 estaba ocupada por un montón de mochilas y ropa por el suelo. La cama, visiblemente alborotada, era muy probable que tuviera ocupantes, así que volvimos sobre nuestros pasos a recepción, donde explicamos afablemente la causa de nuestro retorno. A renglón seguido nos adjudicaron la habitación contigua, la número 15, que procedimos a entornar con cierto respeto, no hubiera alguien roncando a pierna suelta.

   El ambiente general de un establecimiento de estas características suele cantar a pies y sobaco de tal modo que da cierta grima abrir sus armarios, pero son locales céntricos y bastante económicos y como sólo íbamos a pasar una noche, la de salida, tampoco necesitábamos un palacio ducal donde soltar nuestros huesos. La noche que pasamos a la ida, antes de partir hacia Vanuatu, enseguida comprendimos que la cocina sería territorio apache. Cacerolas y sartenes sin fregar, cucharas y tenedores enredados en restos de comida durmiendo en la pila, ofrecían el desidioso aspecto de haber sido utilizados previamente por una cuadrilla de machotes y olvidados allí a la espera de que un alma caritativa les pase un agua por encima. Este suceso paranormal se reproduce a diario porque un profesional lo deja todo impoluto. Todo, excepto los frigoríficos, que estaban atestados, comprimidos los alimentos hasta no saber cuál eran de quién, y tal era el caos en las zonas comunes que enternecía contemplar a los viajeros en su salsa, cuando se tumbaban en los sofás a ver la televisión regüeldando a garganta abierta.

   No vaya a pensar el lector que un servidor encuentra este tipo de espacios ligeramente nocivos para la salud, al contrario, favorecen la sociabilidad y reducen el ostracismo a la nada. Es fácil encontrar en estos locales a gente intercambiando experiencias, direcciones y números de teléfono. Se hace amistad rápidamente, aunque resulta más complicado conciliar el sueño. Antes teníamos que comprimir al máximo nuestro equipaje pensando en el trayecto de Londres a Zaragoza —con la mítica Ryanair— y aunque llevábamos varios días haciendo un croquis del problema, la realidad superó a la ficción. Visto que no había forma humana de correr las cremalleras de las maletas sin rompernos alguna articulación, decidimos pagar por internet un bulto más a la hora de hacer el «check in». Con los debere hechos, descansar fue harina de otro costal. Y eso que dejamos abierta la ventana, por donde entraba un ruido constante a tubería, aire acondicionado, tráfico rodado y turbulencias de toda índole. Con la ventana cerrada simplemente caías en un estado agónico, suponemos que debido al número de ácaros por centímetro cúbico que abarrotaban las alfombras del establecimiento.








   Amanecimos antes de las seis de la madrugada, con los ojos como pimientos y una lluvia torrencial limpiando las aceras de Auckland.

   De la misma forma que habíamos cenado en un kebab también decidimos desayunar fuera, en la Estación, que está a cuatro patadas del backpackers de Queen Street, y después estuvimos matando el rato hasta que llegó la hora de coger el bus rumbo al aeropuerto. De haber salido un día apacible igual nos hubiéramos realizado otra excursión por la ciudad, pero con todo empaquetado y en pleno diluvio, optamos por la vía contemplativa.

   Una vez en el aeropuerto, salió a despedirnos un maorí que se ocupaba del tráfico. Nos sacó el padrón y se interesó por nuestro viaje. En un primer momento no nos llamó la atención, porque los neozelandeses, por lo común, son cotillas, pero al pasar la aduana uno de los funcionarios decidió practicar conmigo el «chequeo biológico» mediante palos electrónicos que iba rozando por mi cuerpo.

   Se me ocurrió preguntarle cuál era la razón de elegir tan aleatoriamente a mi persona y explicó amablemente que yo era «the lucky man», es decir, «el hombre de la suerte», y que no había podido resistir la tentación de escogerme. Después señaló el capazo que llevaba colgado a la espalda, donde fui arrastrando hasta Zaragoza tanto la cámara de fotografías como el ordenador en el que he escrito todas las crónicas y recordé que lo había adquirido en el Northland, camino de Cape Reinga.

   La señora que me lo vendió, en pleno territorio maorí, introdujo un dólar en el cesto para que se fuera llenando de dinero. Era una buenaventura neozelandesa, una tradición del país reconocida por todos, tal vez esa fuera la razón de que a las puertas de coger el avión se despidiera de nosotros un maorí, como si lo hiciera en nombre de todos ellos, al reconocer a mi chepa el cesto de la buena fortuna.

   Con esa esperanza y llenos de nostalgia por el mes y medio que había durado nuestra vida nómada en las Antípodas, tomamos el avión rumbo a Singapur, donde llegamos tras diez horas de vuelo y anocheciendo. Serían las siete y media de una tarde calurosa y ecuatorial, caían a plomo 27ºC cuando pisamos de nuevo Changui, la lujosa terminal de los singapureños, bien sembrada de flores, mariposas, plantas, moquetas, tiendas de toda laya, zonas de masaje e incluso duchas.

   Teníamos previsto dejar en consigna nuestras pertenencias y salir del aeropuerto para cenar en Singapur, no en vano, hasta la salida del vuelo a Londres, nos quedaban siete horas largas de espera y un potente "jet lag" por delante, así que empezamos a recorrer la terminal de cabo a rabo buscando la aduana de salida al país, que apenas es un isla en la península malaya, algo semejante a Andorra. Al menos, esa era la idea que nos rondaba por la cabeza cuando conseguimos salir del aeropuerto, un inquietante laberinto a medida que intentábamos encontrar la puerta. En el mostrador rellenamos los consabidos papelitos de la policía, con sus habituales preguntas tontas y sus soporíferos cuestionarios, y tras merodear durante media hora por los vestíbulos, buscando el Metro de la ciudad, llegamos finalmente a la parada de inicio. En la máquina expendedora de billetes, una trabajadora eficaz nos explicó en un inglés comprensible el trayecto que debíamos realizar para llegar al centro de Singapur, cómo sacar los tíckets y en qué parada bajarnos. Ah, y lo más importante, cómo regresar de nuevo al aeropuerto. No nos dijo en cambio a qué hora se cerraba la conexión, y la verdad es que tampoco se nos ocurrió preguntar.

   Atravesamos la Expo de Singapur, las barriadas de Tanah Merah, Bedok y Kembangan hasta la City Hall, donde nos apeamos sin ver hasta entonces un sólo papel, una colilla o un chicle por el suelo. La mayoría de la población era asiática, salvo algunos hindúes, y los más jóvenes, cuya proporción era mayoritaria, llevaban gafas de graduación. Vestían manga corta y calzaban chanclas, su modo de vida parecía occidental, como corresponde a una renta per cápita de quince mil dólares americanos, funcionando con sus móviles, ipod y demás zarandajas propias del primer mundo. El Metro había ido saliendo y entrando en la tierra. Lo mismo aparecía de pronto en un puente elevado sobre los edificios que bajaba por túneles hasta sumergirse en las tripas de la ciudad, donde se abrían las puertas y la gente subía o se apeaba del vagón. Se escuchaba entonces una voz femenina comentar en inglés la parada en la que nos encontrábamos y la advertencia de que se podían cerrar las puertas del transporte y cogerte en medio si no estabas al quite. Singapur, aún siendo de noche, nos pareció através de las cristaleras del Metro una ciudad excesivamente poblada, tendente a ocupar cada centímetro del suelo disponible como si no quedara más tierra en el planeta. Una urbe en plena expansión, una Manhattan asiática que construye edificios a todas horas, sin descanso.




   Una vez en la calle se nos vino encima una bofetada de aire caliente. Echamos un pitillo donde creimos que era legal y enfilamos la South Beach Road por el río hasta St.Andrews con el propósito de llegar a Marina Bay, donde suponíamos que estaría el puerto. Dejamos a nuestra izquierda el Parlamento y los juzgados, para desembocar en la Avenida Raffles, sembrada de bombillas navideñas al estilo malayo, simulando palacios, de cuyos árboles pendían enormes bolas de discoteca para crear reflejos en las inmediaciones. Enseguida llamó la atención de Helena una noria grandiosa, mayor que el Eye londinense, hacia donde nos dirigimos con el propósito de contemplar desde ella la ciudad entera y hacernos de este modo una idea de la complejidad del país. Acostumbrado a los chupinazos de los aviones, al despegue y al aterrizaje de la avioneta y demás melindres de altura, ni se me pasó por la mollera que sufriría de vértigo en un trasto semejante. Pero era tal su parsimonia en el ascenso, tal su lentitud en el movimiento hasta dar una vuelta completa, que la panorámica de Singapur se me hizo eterna.

   Hasta entonces, el país nos estaba resultando un poco agobiante, pero en las alturas me tuve que sujetar la sesera para no comerme a un niño que daba la brasa como si le estuvieran capando. A paso de caracol terminó el martirio y nos fuimos a una zona de bares al aire libre para probar las delicias singapureñas. Opté por desayunar, para ir centrando el cuerpo, y el café con leche y las tostadas por cuatro perras eran excelentes. La mayor parte de los clientes eran estudiantes. Después nos fuimos a orillas del río, el único río del país, en la Esplanade. Desde allí se ve cómo se superponen los escalextric y se levanta un rascacielos enorme, donde se pretende encajar a un pueblo entero, del tamaño de Calatayud, con sus oficinas, supermercados, canchas deportivas y viviendas. Parece no quedar nada del viejo Singapur, con sus embarcaciones que sirven de casa a los lugareños, unas pegadas a otras y enlazadas entre ellas, hasta llegar a puerto. En su lugar se superponen las carreteras y se va cubriendo el río de una maraña de asfalto, creciendo la ciudad sobre sí misma, a lo alto, haciendola inhabitable y superpoblada. Desconozco si es este el futuro de la humanidad, una especie de termitero donde se crea una vida ficticia, en comparación con Nueva Zelanda o con Vanuatu, donde la naturaleza se desborda.

   

   De regreso al Metro y con la tripa llena descubrimos que la última parada será en Tanah Merah, y que allí tendremos que coger un taxi hasta el aeropuerto, porque ya no se cubre el servicio. Serán, sin embargo, las once y media de la noche, y una lugareña, que tiene que llegar al mismo sitio que nosotros, se nos acerca para preguntarnos si nos importaría tomar el vehículo con ella, para abaratar el transporte, a lo que respondemos que de mil amores. No contenta con eso, se trae también un hindú, vestido de blanco impoluto, y todos juntos, en alegre mezcla de razas, sexos e ideologías, partimos de nuevo a Changui. Dormimos en la terminal, una vez pasada la aduana, en cómodos butacones cerca de una fuente. A la mañana siguiente desayunamos y nos fuimos a pegar una buena ducha, tras la cual adquirimos tabaco (a 9 euros al cambio el cartón) y pasamos el habitual control de pasaportes. Tardamos doce horas en llegar a Londres y en la aduana británica tuvimos la oportunidad de contemplar a una árabe, cubierta del solomillo al cogote. Fue un acontecimiento verla enseñar la jeta a hurtadillas, no fuera que algún mulá se pusiera bronco. Por lo demás, y una vez fuera, hacía una rasca del demonio en comparación con los países que habíamos visitado y cargando nuestos fardos tomamos el Metro hasta Georgian House, donde teníamos habitación. Dormimos como bebés y a la mañana pedimos un taxi hasta el aeropuerto de Stansted mientras desayunábamos.

   El taxi tardó en llegar la intemerata y cuando quisimos darnos cuenta íbamos echando el moco por el aeropuerto intentando pillar a tiempo el avión. Ni siquiera nos dio tiempo a facturar las maletas. Las soltamos en el escáner del control de aduanas con la esperanza de que, una vez en las puertas del avión, nos dejaran llevarlas como equipaje de mano, aunque hubiera que pagar. En diez minutos atravesamos el control, subimos y bajamos todas las escaleras, el duty free, las puertas de embarque y con la lengua fuera llegamos a Ryanair, gracias, como siempre, a que el vuelo llevaba retraso. Recuerdo que una vez nos pararon un tren, no sé dónde, y llegamos por los pelos, pero en esta ocasión rompimos cualquier pronóstico.

   Veía la vida a cámara lenta mientras subíamos las escaleras mecánicas de dos en dos acarreando los fardos, hasta el punto de imaginar que unos señores a los flancos volteaban sobre mi canosa pelambrera unas banderas a cuadros, igual que si compitiéramos en un fórmula uno, y cuando caímos por fin rendidos y salivando de manera ostensible sobre el mostrador de las azafatas no dábamos crédito a la proeza. Sobre todo un servidor, que ya se veía en Londres buscando otro vuelo, quién sabe si a Gerona o Almería, para volver a casa en patinete o en tractor. La broma nos costó 35 euros por maleta, así que de nada sirvió estar apretando en Auckland las cinchas del equipaje hasta que no dieran más de sí y a riesgo de sufrir un hernia. Es lo que hay. O pagas de nuevo por lo que ya habías pagado o te gastas el triple en volver de otra forma, de modo que apoquinamos el impuesto revolucionario, subimos al avión y hasta dimos las gracias. Reconozco que el regreso fue de lo más apurado, pero conseguimos volver para contarlo, que es lo que cuenta.

   Ahora, que estoy de nuevo en casa, con el jet lag más gordo que haya pasado nunca, voy recuperando el resuello. Ya no tengo la sensación de ir montado en un barco, ni de dormirme en cualquier momento sin más ni más, que es uno de los efectos secundarios más evidentes del cambio horario. Contemplo desde la mesa de mi ordenador el cesto de la suerte, que he colgado primorosamente de un clavo en la pared de enfrente, y me pregunto si la buenaventura maorí causará efecto. Observo los corales de Vanuatu, las pauas de Nueva Zelanda y los millares de fotografías que disparamos en las Antípodas y comprendo que he realizado uno de los viajes más maravillosos de mi vida. Entonces me doy cuenta de que afuera, en la calle, está nevando copiosamente.