El Cuaderno de Sergio Plou

      

martes 24 de noviembre de 2009

Del tranvía a la góndola

Desde Hanmer Springs a Christchurch por Culverden y Hurunui




AUCKLAND

ZARAGOZA










    Las noticias de primera plana en The Press, el periódico más popular de la región de Malborough, donde está situada Hanmer Springs, la villa termal por excelencia de la Isla del Sur, no prestan demasiada importancia a la llegada de cientos de icebergs a Nueva Zelanda. Así que hemos tardado un porrón de días en enterarnos. La noticia del día, para que nos hagamos una idea de lo que realmente importa por estos lares, es que ayer, en un partido de criquet, uno de los jugadores recibió un flechazo –sí, habéis leído correctamente, se trata de un flechazo- en la cara interior de uno de sus muslos y la policía está investigando muy seriamente el crimen. No es que la vícitma se haya ido al otro barrio, es que en las Antípodas todos los delitos son crímenes. Los asesinatos sólo adquieren categoría de tales cuando se produce un atentado contra una figura institucional y dicha figura, obviamente, la casca. El flechazo es noticia de portada porque faltó muy poco para atinaren los genitales del jugador. El cambio climático y los icebergs de gran envergadura llegando a los islotes de Auckland –no confundir con la ciudad de Auckland- son algo habitual desde hace unos años, cuando causó gran alarma, pero ahora sólo afecta a los pescadores del Pacífico.


    El calentamiento global se ha dejado sentir en Hanmer Springs mediante un soberbio concierto de grillos a la hora del desayuno. En este pueblo conviene saber que los grillos empiezan tocando la pandereta y acaban creando un grupo de percusión, nunca he oído algo tan potente. Al principio pensé que alguien del cámping estaba practicando para apuntarse a una tuna, pero cuando el sonido fue a mayores me preocupé. La noche había sido cálida, con una vendaval térmico de altas temperaturas, pero al acabar los grillos el concierto –supongo que anunciando un clima distinto- se ha ido levantando un ventorrillo más fresco. Allí se quedó, con los mosquitos y las aguas calientes, los ráftings en el río que rodea la localidad y todo el trafago turístico que se organiza alrededor de la zona termal.

  A medida que nos íbamos acercando a Christchurch se fue asentando el calor veraniego, como ocurre durante mayo en Zaragoza, cuando se advierten algunas jornadas de calor primaveral, sólo que estamos en pleno noviembre austral y el verano auténtico está a la vuelta de la esquina. El paisaje verde y rotundo de Hanmer Springs, con zonas rocosas en las riberas, fue vaciando progresivamente de arboledas hasta dar paso al césped rabioso de Canterbury tras cruzar el Weka Pass. Los viñedos y los campos de golf, que en Nueva Zelanda surgen como champiñones en el bosque, se alternaban con las vaquerías hasta Sefton, donde comienzan los arrabales de Christchurch. Las localidades se suceden desde entonces sin apenas hueco entre los términos municipales. La tendencia generalizada que observan los lugareños a construir casas de una planta produce un urbanismo sostenible y al mismo tiempo extenso, donde se alternan los jardines con las granjas. Es fácil ver caballos y garajes compartiendo espacios.








    Llegamos inusualmente temprano al cámping de la ciudad, alquilamos el “power site”, un hueco con grama donde aparcar a la Vampi, y salimos en autobús hacia el centro. No tardamos en toparnos con la Catedral, que compartía la plaza con una escultura metálica del aspecto de un cono floreado y cuya altura competía visualmente con el edificio dedicado al culto de los creyentes, y el ya clásico tranvía, que es todo un símbolo de la ciudad.

    De finales del siglo XIX, el Tram de Christchurch recorre una parte muy pequeña del casco histórico, donde se asientan las galerías de arte, los museos, algunas facultades universitarias y ciertas zonas de comercio. Es de madera y el conductor va comentando por micrófono los paisajes y edificios que se presentan a ambos lados del trayecto, breve y lento a la vez. Con paradas a porrillo además, donde se subían los turistas. Con la adquisición del billete tienes derecho a subir y apearte del tranvía durante dos días. Es un encanto de armatoste y los foráneos inundan de instantáneas el vagón. En ciertas ocasiones lleva el travía acoplado un segundo vagón y por la noche, además, tienes la posibilidad de reservar una mesa en el tranvía restaurante.

    Comimos en el Mac’s -y no me refiero al Mac Donalds-, uno de los múltiples comedores que se abren a orillas del río Avon, en cuyo césped, a esas horas serían las dos y media de la tarde, se recostaban los christchurchinos a tomar el sol, que pegaba fuerte. La estampa era muy inglesa. Recordaba las campiñas de Oxford o de Cambridge, con sus barquitas en forma de larga góndola, sobre las cuales perchaban unos jóvenes ataviados al estilo Edward, entre sauces llorones y patos, generando un ambiente de lo más kitsch.

    No pudimos resistir la tentación y nos dimos el consabido paseíto. Con el calor que hacía fue todo un acierto. Nuestro gondolero, para colmo, estaba estudiando su primer año de castellano en la Universidad y pretendía pedir una beca para continuar su aprendizaje en La Rioja, de modo que estuvo practicando un rato el idioma con nosotros y no se le daba nada mal. En ciertos momentos de la agradable y fresquita travesía, sentimos que su trabajo era realmente duro.

    La profundidad del cauce, en algunos tramos, apenas supera el palmo de agua y hay que currárselo a modo para dar la impresión de que no existe esfuerzo alguno por su parte, aunque estén sudando a la gota gorda. En eso consiste, a mi escaso juicio, el estilo edwardiano: gentileza, cordialidad y encanto juvenil, todo muy solícito y de gestos preconcebidos. Con un puntito gay. Lo disfrutamos con calma después de la comida en el Mac’s, donde me zampé un risoto con guindillas picantes que todavía recuerda mi estómago en estos momentos –a las once y media de la noche-, en que escribo estas líneas. Así que eran picantes hasta lacerar los labios. Helena, mi compañera sentimental, todavía está haciendo la digestión de un plato de pescado marinado. No digo más.

   

    El trayecto en tranvía, que no dura ni media hora, seguramente tendremos que volver a repetirlo mañana porque durante quince minutos nos quedamos secos en la bancada. Hay que entendernos. Hemos recorrido 4.120 kilómetros de Nueva Zelanda en una furgona de pequeño tamaño y está siendo un éxito, prueba de lo que digo es que todavía no nos hemos sacado los ojos mutuamente. Compartir espacios pequeños durante tanto tiempo suele traer roces y encontronazos, pero en conjunto han sido francamente minoritarios.

    Es cierto que el vehículo, por más que lo ventiles sencillamente jumela, canta, y aunque le atizamos a conciencia prodigiosos chifletazos de un espray con aroma a naranjas sanguinas –tarro que adquirimos en Rotorua- presenta serias dudas que consigamos mañana terminar del todo con el ambientazo a padre franciscano que reina en la Vampi. Mañana, a fin de cuentas, es el día en que nos toca devolver la caravana, y a partir de entonces continuamos camino por otros medios. El viaje en globo lo pospondremos para más adelante, si hay ocasión. Aún nos queda por visitar el norte de la Isla del Norte donde, si el cambio climático lo permite y los icebergs no refrescan demasiado las orillas del país, pensamos pasar una semana visitando más visitando sus playas. Esta zona del país la dejamos para el final, a las puertas del verano, que se disfruta doblemente.

    Tenemos previsto visitar pasado mañana la península de Akaroa, que dicen que es preciosa, no en vano toda ella es un antiguo volcán extinguido. Nos hemos puesto en contacto con un Bed & Breakfast muy conocido pero no nos han cotestado todavía. No nos gustaría volar hasta Auckland sin pasar un noche allí, pero ya se nos ocurrirá algo. La fortuna es muy cambiante en Nueva Zelanda. Ah, me olvidaba. Esta mañana hemos mandado a revelar las fotografías que hizo Helena con una cámara acuática desechable cuando salió a nadar con las focas en Kaikoura y nos hemos llevado una grata sorpresa al contemplar las imágenes. Las dos instantáneas que cuelgo sobre estas líneas son la bomba.