Desayuno sin diamantes
Crónicas
© Sergio Plou
martes 8 de abril de 2008

     La noté cansada. Era la tercera vez que pasaba por el quirófano. El gotero con los calmantes no conseguía disimular la inseguridad que registraba su rostro. Se veía de nuevo luchando por encontrar la normalidad a la salida de la clínica, recuperándose fingidamente mientras le abrasaba el dolor por dentro. Me dijo que era eléctrico, afilado como una cuchilla. Pensé en un patinador que se deslizaba por una pista de hueso. Sin embargo la vi entera, de una pieza. Era consciente de que una micrometástasis, por muy pequeña que sea, no deja de ser lo que es. El tecnecio 99 había hallado un ganglio centinela de tres milímetros en su camino y había que vaciar la axila, con el riesgo de inflamarse el brazo que dicha intervención representa. Tardaría diez días en conocer los resultados, aunque ya no tenía ganas de tomárselo a la ligera. Nadie le podría asegurar que el cáncer no hubiera pasado a la linfa, esa cañería del cuerpo que todo lo conecta, de modo que se preocupó. No quería volver a imaginárselo, pero cabía la posibilidad de cruzar por cuarta vez bajo el suplicio del bisturí, la anestesia y el restañamiento de la herida, siempre en el sobaco y tan larga de cicatrizar. Se había tomado mucho tiempo en evitar delante de su familia cualquier gesto dramático. Intentaba llevar una vida rutinaria, sin faltar a los compromisos, convirtiendo las operaciones anteriores en trámites de una noche, trascurrida la cual volvía a sus quehaceres como si nada hubiese ocurrido. No tenía antecedentes genéticosy en las exploraciones anuales nunca le detectaron bultos, hasta que la sonda verificó un día la existencia del problema. Cuando entré en la 125 ella estaba postrada en la cama, con la sensación de seguir llevando todavía el tubo de la respiración más allá de la garganta. Quería hablar, echarlo fuera. Sabía que después tendría que guardar la compostura, sobre todo delante de sus hijos. Y de su madre, que hacía gala de una carencia excepcional en cuanto a la sensibilidad se refiere. Y no es que obviara la situación, es que a ciertas edades se pierde el sentido del tacto y como sintió frío en el pueblo aquella mujer, su madre, se arrimó tanto al brasero que por poco se socarra. Todavía tiene ampollas del quemazo y antes de ingresar en la clínica tuvo que hacerle una cura. Es lo que ocurre cuando se es médico, o médica, más bien. Acabas ocupándote de los demás y en el mejor de los casos te sirve para olvidarte de ti mismo.
     Hablando con mi cuñada pensé que es propio de la madurez mantener a los más próximos alejados de tus preocupaciones, al menos mientras sean tan solo conjeturas. A los más jóvenes, a los niños, la simple posibilidad de la desaparición les produce un desasosiego absoluto. No hay nada más cruel que hacerles creer que no están allí, que no los estás viendo. La invisibilidad, lejos de ser un juego, literalmente los vuelve locos. Ante la sola idea de no existir, el vértigo que nos posee es tan contagioso que resulta paralizante. La impotencia ante la muerte se extiende igual que un virus a los hijos y se desarrolla generación tras generación. Ni siquiera evitando el miedo se retrasa.
      De entre todos los animales que pueblan el planeta, los seres humanos somos los únicos que necesitamos de unos zapatos para caminar sobre ella, ¿no es ridículo? Nos hemos desvinculado tanto de nuestra propia entidad, que si esta forma de vivir sufriera de pronto un cataclismo nos daríamos cuenta de hasta qué extremo nos hemos convertido en inútiles. La medicina podrá reparar nuestras averías físicas, incluso ayudarnos en nuestras fisuras mentales, pero es demasiado fría en el trato personal. Es comprensible que el dolor ajeno requiera de una máscara, máxime cuando los profesionales —como personas que son— pueden sobrevalorar el estado de ciertos pacientes frente a otros, o simplemente cometer un error si se abandonan al sentimiento. La vida, sin embargo, es tan cabrona que cambia los papeles a su antojo. Los médicos se convierten un día en pacientes y los hijos adquieren tarde o temprano el rol de padres con respecto a sus progenitores. Entonces, todo lo que nos habíamos esmerado en olvidar salta a un primer plano y nos damos cuenta de lo que somos: apenas un aliento, una voz, un ser tan delicado y sensible que el ataque de un miserable microbio puede acabar con nosotros. Si fueramos capaces de aprender pronto este tipo de cosas y de mantenerlas vivas en nuestra conciencia , tal vez nuestra vida tendría un sentido más profundo. Pero todavía somos tan poca cosa que preferimos evadirnos, postergar los acontecimientos y mirar en otra dirección antes que al interior de nosotros mismos. Mientras hablaba con Chus aquella tarde sentí por un segundo que el tiempo se detenía. Que la atmósfera se cargaba y se hacía densa, compacta como un saco repleto de paciencia. Entonces la sinceridad se convirtió una vez más en fortaleza y me llegó la certidumbre de que aquella mujer, ocurriera lo que ocurriese, saldría adelante.

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