El armario y el galán
Crónicas
© Sergio Plou
jueves 17 de abril de 2008

     Muchas veces crees que tienes superados ciertos asuntos de tu vida y luego resulta que no es verdad. Están tan masticados, los has hablado con la gente que te conoce y los has exteriorizado tanto que de alguna manera sientes que los has dejado atrás. Sin embargo buena parte de nuestros comportamientos y conductas están anclados en la niñez, bajo la presión de situaciones que nos llovieron encima y de las que no somos responsables. Yo me quedé atónito al comprender que el lastre de un pasado remoto todavía repercute en la actualidad y que para colmo es el piñón bajo el que se mueve la bicicleta de mi existencia. Una cosa es saberlo, entenderlo intelectualmente, y otra muy distinta es comprenderlo en el plano emocional. La EMDR —Eye Movement Desensitization and Reprocessing— es un método terapéutico que desensibiliza y reprocesa el coco mediante el movimiento ocular, acelerando el tratamiento de un amplio rango de patologías en el trastorno por estrés postraumático. Afirman los que saben del tema que ayuda a transformar los malos recuerdos de una manera revolucionaria, que libera la mente, desabrocha el cuerpo y rejuvenece el corazón. La EMDR es algo semejante a un taller informático. Te localizan el estropicio en la placa base de la conducta disfuncional, la reprocesan y la integran rápidamente en el sujeto como si su cerebro fuera el disco duro de un ordenador. No hay mayor misterio aunque a mí me parece magia.
     La semana pasada, en la consulta de doña Roxana, mi sexóloga, recibí las primeras estimulaciones bilaterales. Como hago habitualmente, y tras la oportuna inspección de la salita, me senté en el sillón orejero y aguardé a que volviera. Suele darse un garbeo. Lo hace siempre aunque no entiendo a dónde va que no haya podido ir antes. A su vuelta, después de preguntarme cómo me encontraba, me dió un par de espuelitas eléctricas, semejantes en forma y tamaño al de un lápiz de memoria, y me animó a que me situara mentalmente en mi último acontecimiento de inutilidad. No en el más próximo temporalmente hablando, que podría ser cualquiera, sino justo allí donde se manifestaba la raíz de mi falta de iniciativa. No fue difícil hallar aquel instante, pues un prodigio así tiene la facultad de abrirme la sandía en un santiamén.
     Me relajé un poco observando la luz mortecina que entraba aquella tarde de primavera por la ventana y rápidamente me sentí absorbido por una especie de huracán, donde mi compañera sentimental iba de un lado para otro buscando las llaves de su apartamento como una descosida. A menudo pasa que pierde algo que se le antoja tan vital como lo es para mí el cabo de un intestino grueso por el pasillo o media sopa de neuronas en el lavabo, y yo me dispongo entonces a buscar también con el mismo ímpetu, como si dependiera de ambos resolver el misterio del orígen del universo o encontrar de manera apremiante una cura para el cáncer. Con el trascurso de los años no me lo tomo tan a pecho y ella tampoco olvida tantas cosas importantes, pero al principio yo me preguntaba qué diantres ocurriría en el mundo si aquella mujer no descubría con ligereza el escondite de sus desvelos y cuándo estallaría de repente, igual que hacen las tormentas, el ciclón definitivo que arrasaría con todo. Entonces noté en las palmas de mis manos sendas y rítmicas vibraciones alternativas, producidas sin duda por los estimuladores bilaterales que manipulaba desde una cajita en el sillón de enfrente mi sexóloga de pago. Con voz cadenciosa y anónima, apenas modulada para imbuir el concepto, doña Roxana me aprestó a dejarme llevar por la sensación que atrapaba mis sentidos. Me empuió suavemente a notar en mi cuerpo dónde se hallaba el daño. Le contesté que en la boca del estómago apuntaba yo cierta opresión, comparable a un nudo, y nervios también en las manos, como si necesitara morderme las uñas hasta comerme los codos. Me preguntó si había vivido en otra ocasión una circunstancia parecida y yo le respondí que sí, pero que de eso hacía muchos años. ¿Como cuántos? Buf. Más de cuarenta, repliqué sorbiéndome los mocos. ¿Y dónde pasó?
    Me vi entonces en el viejo pasillo de la casa de mis padres, antes de que reformaran el piso, camino de su dormitorio. La puerta estaba abierta y dejaba ver el armario de mi madre y el galán de noche de mi padre. También encontré a la derecha una cuna de barrotes metálicos, cuyos laterales podían bajarse. De hecho, el más próximo estaba sin alzar. Sentí entonces que mi madre apretaba mi espalda contra su tripa abrazándome por el pecho, y que mi padre entre tanto me tiraba del brazo hacia él. No sentí ningún drama en toda la escena. Más bien me pareció un ensayo técnico, similar al que hacen los actores cuando repasan de una forma mecánica sus papeles.
    —¿ Y qué años tenías entonces? — preguntó mi sexóloga aflautando la voz. Le respondí que era un crío... Un niño de cuatro años de edad.

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