El Cuaderno de Sergio Plou

      


domingo 28 de marzo de 2010

El farero de la Huerva









  No sólo tropiezo en la misma piedra sino que caigo de bruces y me golpeo siempre en la frente. Siendo esclavo de la reiteración es fácil ser pasto de las pesadillas. No lo hago a propósito ni con la esperanza de que se me abra el tercer ojo —contando el del culo sería el cuarto—, pero llega un momento en que hasta la más estúpida de las ocurrencias se antoja fruto de la fatalidad. O de la ignorancia, que es lo mismo. A la gente como yo nos conviene entonces atarnos una chapa a la altura de las cejas, sobre todo en lo más álgido de una mudanza, y rendirse al caos.

  No resulta estético pero es útil, así que lo recomiendo porque a fuerza de trompadas pronto se abre en el horizonte tal abanico de percepciones que enseguida sobreviene el mareo, los vómitos y el tembleque. Instalados en esa miasma el menor de los análisis multiplica el caldo de cabeza, de modo que hay que protegerse. Un instrumento fundamental para afrontar con éxito un traslado requiere sepultar la memoria. Hay que olvidar de inmediato lo que sabes, lavarse el bolo a conciencia y rendirse a la aventura intentando gozar de la trama porque al final —es un axioma lamentable pero esclarecedor— irán acumulándose las casualidades, los imponderables y las variables hasta formar un nudo gordiano, el de la soga que ates al tendedero poco antes de ahorcarte. Por lo tanto es mejor ser intuitivos, incluso funcionar al pedo, como si el que se estuviera yendo de casa fuese un vecino o tus enseres fueran a subastarse en el depósito de un juzgado.

  Intentar ejercer un control va a ser a todas luces contraproducente, no sólo para tus electrodomésticos sino para tu salud. Que el traslado concluya sin pena ni gloria es inversamente proporcional al interés que manifiestes. Da igual que planifiques los detalles. Es indiferente que elabores un croquis desde un sistema racional. El hecho de mudarse de domicilio es como llevar en brazos un atractor de meteoritos, así que extraer una enseñanza práctica supone una pérdida de tiempo. En cualquier instante llegará el Armagedón y tu pequeño mundo se hará trizas.

  Bajo esta premisa me embarqué en la nueva mudanza, esta vez de carácter doble, no en vano suponía vaciar un par de viviendas e intentar encajarlas en una sola. Cerré los ojos, porque ojos que no ven corazón que no siente, y abrí las puertas de ambos domicilios a una peculiar brigada de braceros, ocho sujetos de edad y musculatura variable, todos ellos de raza calé y bregados en estas lides. Me encogí de hombros y me dejé llevar por el tsunami. Doce horas más tarde había cruzado el umbral del dolor y remitía el poltergeist. No hubo que lamentar desgracias personales. Tampoco se cernió sobre nosotros la ruina. De hibernar en un entresuelo, la cueva donde casi pasé tres lustros, me sentí catapultado al techo del mundo, convirtiéndome de repente en el farero de La Huerva. Me eché un pitillo asomado al balcón de un cuarto piso, que en realidad es un tercero aunque tenga la altura de un quinto, y contemplé desde allí con mansedumbre cómo caía la noche sobre el puente de los gitanos. Fue una paliza soberbia.Todavía estoy jugando a las casitas, buscando las piezas del puzzle y recuperándome del esfuerzo, pero ha merecido la pena.