El misterio de la novia ausente
Crónicas
© Sergio Plou
miércoles 26 de diciembre de 2007

  Alrededor de setenta personas congregó el cumpleaños de La Conchi en Towanda. Las iba contando una ex crupier, de modo que no caben dudas sobre el poder de convocatoria. El mérito no era exclusivamente suyo, porque se celebraban tres aniversarios a la vez, pero reinaba cierta expectación a propósito de su novia. Una mujer tranquila, según me comentaron, y poco dada a la galopante sociabilidad que reina alrededor de La Conchi, pero de costumbres abiertas y con casa propia. Lo de la casa parece una tontada, pero si te enrrollas con una persona independiente te evitas la sorpresa de que quiera venirse a vivir a casa. O al menos que lo pretenda. Cumplido este requisito se pisa más fácilmente por el terreno de la igualdad. Como llevaban un tiempo saliendo y cogiéndose las medidas, la relación cuajaba sin prisas, de modo que iba siendo hora de conocerla. Tenía entendido que era escritora - con su novela publicada - y aunque ignoraba de ella todo lo demás mal que bien podría hacerme un croquis. El croquis, durante las dos horas que estuve en la fiesta, se fue desmontando en piezas. Y las piezas, según me encontraba a las amigas, construían expectativas distintas. El denominador común, en todo caso, fue que la novia no había llegado y este tipo de ausencias suelen dar pábulo a todo tipo de conjeturas. Sobre todo a las mías, que tengo una vertiente cotilla de lo más miserable.
  Esta tendencia al chismorreo me viene de maricastaño y se inserta en la dificultad que tenía en encontrar novias durante mi más tierna juventud. En aquella época lo fácil era tener amigas, lo que yo denomino amigas de pega. Sólo he conseguido tener amigas de veras durante el desempeño profesional o dentro del ambiente, fuera de ahí aún me sigue pareciendo complejo llegar a la amistad entre heterosexuales de distinto sexo. Como vengo de una generación atrofiada, de cuando todavía las chicas y los chicos iban a colegios distintos, puedo afirmar sin riesgo de equivocarme que llegué antes a actuar en el teatro o a hablar por la radio que a compartir el pupitre con una mujer. Y eso es un mal rollo. Nos venden ahora que la segregación de sexos en los colegios es un adelanto para las chicas pero a mí las segregaciones no me motivan nada. También dicen que la edad, a los hombres, nos apacigua. Nos sienta bien. El ambiente, durante la crisis de los cuarenta, también relaja mucho. Hace diez años ir con la novia a estos eventos me tensaba como la cuerda de una guitarra pero ahora me siento tranquilo. Sobre todo después de conocer a uno de los amigos de La Conchi, que ya es abuela. La abuela puede contar con los dedos de una mano a sus amistades masculinas y seguramente le sobran dedos, así que no soy un bicho raro. Para sus amistades femeninas en cambio, La Conchi tendría que agenciarse una agenda electrónica.
  — ¿Y qué hay de la novia de La Conchi — le pregunté a Olvido, mi experta en neuronas.
  — ¿No te ha contado ella? — respondió apurando el vino.
  — Está muy solicitada — contesté —, y me da no sé qué entrar a bocajarro.
  Olvido se quedó un momento mirando al infinito buscando una ocurrencia discreta.
  — ¿Y cómo estás? — pregunté cambiando de tema.
  — Cansada — resumió —. La culpa es de los títulos, que son muy importantes.
  Para seguirle la corriente, le dije que por muy importantes que fueran los títulos tampoco podían ser muy largos, a lo que respondió construyendo una cacofonía.
  La palabra me sonó fea y Olvido me confesó con presteza que los conjuntos de siglas rara vez dan a luz palabras hermosas. Yo hablaba del nombre de una revista y ella del logotipo de una asociación. La veía en un estado semejante al que me encontraba yo cuando curraba en el Agujero: los turnos se la comían viva. Pero había depositado sus esperanzas en una vacante jugosa para salir del Atolladero. El Atolladero le provocaba sudores frios, por eso se cubría la garganta con el jersey y hacía ademán de abrigarse. No me di cuenta en ese instante del riesgo que corría yo de pillar una gripe. Se escuchaban Las Grecas a toda pastilla, la población comenzaba a preguntarse cuándo bajarían al sótano para hincar el diente a la cuchipanda y sin embargo no había hecho yo hasta entonces otra cosa que entrar en calor. La calle estaba gélida y la barra del Towanda no es grande, más bien simbólica, asi que el espacio del bar, lleno hasta las trancas, favorece el contorsionismo a la vez que desarrolla el olfato. El olfato me condujo hasta la mesa donde reposaban un montón de abrigos. Y camino de quitarme el chaquetón me encontré con Expuesta. Expuesta, al contrario que Olvido, siempre iba puesta para la ocasión. Es decir, arreglada pero informal. Con un recogepelo de color arco iris a modo de corona, estaba sin embargo impregnada de una sensación de pérdida inminente. No quería irse del trabajo pero cubría una baja a punto de caramelo, de modo que su situación laboral mediatizaba sus momentos festivos. Antes de preguntarle por la novia de La Conchi le pedí una palabra que resumiera su situación profesional y ella, tras darle unas vueltas, dedujo que se sentía expuesta.
  — ¿Expuesta? — repetí como un loro.
  — ¿Tan raro te parece? — se sorprendió Expuesta —. A mí me llueven contínuamente las emociones de mucha gente.
  — ¿Y no tienes paraguas?
  — ¿Paraguas?
  — O un rádar o algo así.
  — Bueno — reflexionó en voz alta —, la verdad es que aprendes a protegerte.
  — Y qué tal funciona el escudo protector, ¿no te dice nada sobre el acontemiento de la noche?
  — Pero tú eres un cotilla, ¿no?
  — Salta a la vista.
  — Yo es que soy una ingenua — contestó —, aunque me limpio muy bien las orejas al levantarme. A ver - me dijo haciéndose la interesada -, ¿qué cromo te falta?   — El de la novia ausente - contesté haciendo como si repasara un fajo de cromos repes.
  — Bah, si es por eso no te preocupes, que ya te enterarás.

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