El Cuaderno de Sergio Plou

      

miércoles 6 de abril de 2011

El téster




  Entre los ciudadanos de la clase más pudiente de los Estados Unidos se han puesto de moda unos inquietantes aparatillos. Lo mismo sirven para dirimir broncas conyugales que diferencias en un equipo directivo o hacer el idiota en algún programa de televisión. Los encargados de las campañas electorales los utilizan ahora para medir el impacto de las palabras que van pronunciando los líderes políticos. Durante un debate entre los candidatos, por ejemplo, se reparten con alegría entre el público asistente y se recuperan después bajo estrictas medidas de control, porque cuestan un ojo de la cara. Dichos artefactos, similares en tamaño a las radios de finales de siglo, no interactúan con los protagonistas tan sólo dejan constancia de las emociones que provocan. Los usuarios manipulan este ingenio electrónico haciendo girar a derecha e izquierda y de forma intuitiva su rueda central, que registra el agrado o la molestia de la conversación que hilan los jefes. El trasto no sólo puntúa lo que hablan, sino que también pone en solfa su atractivo personal, la manera de reaccionar o la calidez de sus gestos, así descubren lo que a la población le interesa, lo que quiere ver y escuchar, y a fuerza de hipocresía se anima un poco más el cotarro.

  Los profesionales de la estética y la publicidad graban en video el debate completo y luego superponen en tiempo real las gráficas aprobatorias o despectivas, interpretando con escaso margen de error los resultados y reduciendo la democracia a una simple cuestión de formas y de sonidos, que al fin y al cabo es lo que hay. La tecnología en manos de imbéciles o de sujetos sin escrúpulos es muy peligrosa. En este caso acaba aleccionando a los candidatos para que no vayan pisando callos y se comporten como deben, soltando en dosis reguladas un poco de lo que deseamos ver y oír, pero sin pillarse demasiado los dedos. Los políticos aprenden a regalarnos las orejas para ganar las elecciones y podríamos creer que después importa un rábano la información registrada, pero pensar de este modo es una temeridad. Conseguir el poder es un trámite y como el fin justifica los medios todavía resulta más rentable continuar con el experimento mientras gobierna el campeón. No basta con triunfar en las urnas para mantenerse en el machito y los técnicos de imagen lo saben, por eso manejan el téster en otras muchas ocasiones: desde cómo se consigue que el público acepte una guerra a cómo se rescata una entidad financiera sin que la peña proteste. El téster es una herramienta de mercado que mide la satisfacción de cualquier producto. Da igual un perfume que una botella de salfumán, tan sólo se trata de vender y los políticos se pasan la vida vendiéndose a sí mismos. Sus patrocinadores los atan en corto porque de su éxito depende en buena medida que continúen haciendo negocio. A este fenómeno lo denominan democracia, pero no es más que un guiñol. Simple ingeniería digital. Creación pura de una realidad alternativa.

  Existen muchas formas de pesar y medir a la población sin necesidad de subirnos a la fuerza sobre la báscula y apretarnos un metro a la cintura. La más vieja es lanzar un bulo y dejar que engorde, según vayamos reaccionando se aplica un plan sencillo u otro más elaborado. A este fenómeno lo denominan abrir un debate. Los medios de comunicación en seguida recogen el guante, encarnan las opciones y marcan los contenidos, de esta forma aligeran el dramatismo hasta convertirlo en una simple encuesta y entonces el gobierno procede. Es cuestión de repetir el discurso cuantas veces haga falta para que nos lo aprendamos de memoria. Si se trata de meter en cintura a la gente, el proceso suele ser más lento y machacón, pero nos vamos haciendo a la idea, que es de lo que se trata. Con el téster, en cambio, se ahorra tiempo y dinero. Obliga a mentir con descaro pero gana el que miente mejor. Ningún político en su sano juicio va diciendo por ahí que si gana le va a meter un buen hachazo a los presupuestos o que va siendo hora de adelgazar la administración y privatizarla a todo trapo. Estas cosas sólo ocurren aquí y los que las sueltan se quedan tan anchos. Nadie paga impuestos para cubrir el sueldo de concejales, diputados, presidentes y alcaldes, sino para que administren el bien común. Ellos tendrían que ser los primeros en defenderlo y sin embargo, en beneficio de sus propios intereses o los de sus amigos, amenazan abiertamente con reducirlo a cenizas. Tal vez si les aplicáramos el téster medirían un poco más sus palabras. El objetivo no cambiaría un ápice, lo mismo que sus expectativas, pero igual no daba tanta grima escucharles. Insertarles un polígrafo también sería otra opción.