El Cuaderno de Sergio Plou

      


sábado 15 de agosto de 2009

En ebullición




  Al contrario de lo que cabría esperar en estas fechas, el domicilio de mis vecinas a mediados de agosto vive en perpetuo estado de ebullición. Desde el punto de la mañana al mismo instante en que nace el día—da igual el horario que se utilice—vivo en un cocedero de risas y llantos, extraños movimientos de muebles y tumultos de difícil explicación. Lo mismo están matando un cerdo que todo un equipo de rugby jugando al escondite. No existe un patrón que determine cuándo se romperán platos, se abrirá la ducha por enésima vez o dispararán una traca en el entresuelo de al lado. Estoy en Jauja.

  Jauja comenzó ayer, cuando vino la cartera a traerme desde Inglaterra una colonia que había comprado en eBay por cuatro perras. Mientras firmaba con sumo cuidado el recibí en una libreta electrónica, se abrió la puerta —que mis vecinas denominan como de servicio— en una bronca que fue creciendo de una manera exponencial. Hasta entonces la empleada de Correos y el que escribe esta crónica habíamos intentado cubrir el trámite de la entrega del paquete sin reparar demasiado en el alboroto que se iba abriendo camino igual que silba un tifón en el Caribe, pero cuando Jenny lanzó fuera de su casa a un tipo calvo y en camiseta de tirantes, por si fuera poco mediante una soberbia patada en el estómago, nos fue imposible soslayar las circunstancias.

  El sonrojo iba cubriendo la faz del sujeto —desde sus mofletes hasta los lóbulos de sus pabellones auditivos, donde asomaban sendas pilosidades— y se iba extendiendo a maravillosa velocidad, según percibía nuestras miradas, como si le estuvieran prendiendo fuego con una antorcha. Pero vayamos por partes.

  Lo último que el tipo esperaba encontrar al otro lado del umbral era precisamente el rellano de una escalera. Lo noté porque al principio se quedó atónito y desorientado, igual que si le hubiesen encerrado en el váter o en un armario. No sería la primera vez que se encontraba en semejante situación, porque al ser expulsado de una coz tan poderosa, en lugar de llevarse las manos a la panza y dolerse del patadón, se miró ostensiblemente la muñeca con cierto fastidio, como si fuera a llegar tarde a algún sitio o le estuviera esperando en Marte una atracción de feria. Sin embargo, donde tendría que hallar el reloj no encontró siquiera las marcas de la correa, señal de que hacía un buen rato que el utensilio no estaba en su sitio. Después de echar en falta la hora, también buscó en una chaqueta imaginaria dónde estaban sus gafas. Comprendió entonces que iba en camiseta, circunstancia que le indujo a temer la volatilización de su billetera, en cuyos departamentos tal vez guardaba la tarjeta de crédito y quién sabe si alguna foto de sus criaturas. Al palparse las nalgas desnudas se dio cuenta de que no llevaba puestos los pantalones. Ni siquiera los calzoncillos.

  Ni la repartidora de cartas ni tampoco un servidor alcanzamos a comprender los entresijos mentales que conducen a un individuo desde la falta de ropa interior hasta notar la ausencia de una alianza matrimonial en el dedo corazón. Debe de ser una atadura neuronal ciertamente considerable, ya que nuestra impresentable aparición, semejante a la de un gnomo en tripa y altura, incluidas sus blancas barbas, aunque perfectas y bien recortadas, lanzó un gemido profundo de los que hielan la sangre.

  Había perdido el anillo, junto a sus zapatos y tres manojos de llaves. Los del vehículo y el domicilio conyugal pudimos adivinarlos, del tercero cabe deducir que abría las puertas de una tienda de su propiedad. Probablemente de colchones, porque en una retahíla incomprensible empezó a pedir a Jenny que le devolviera todas sus pertenencias, entre las que contamos un somier y varios juegos de cama.

  Desarrollándose en el rellano una escena tan conmovedora, el hombrecillo en cuestión, al que le hubiera faltado un cucurucho en la calva para resultar un personaje entrañable, según le iba poseyendo la iracundia fue transformando progresivamente su personalidad. Empezó por golpear la puerta con los nudillos y terminó ofreciéndonos una caricatura de los Picapiedra, ante la cual fue imposible no romper a carcajadas.

  —¿Siempre es así? —preguntó la cartera enjugándose con un pañuelo las lágrimas—. Me refiero al vecindario.
  —No sabría decirle —contesté—, depende del día.

  La cartera recogió su carrito amarillo, me dijo adiós y sin poder reprimir la risa que afloraba de nuevo a sus labios desapareció calle abajo. Aquel desconocido mientras tanto tiraba con fuerza de su camiseta para cubrir desesperadamente sus vergüenzas.