El Cuaderno de Sergio Plou

     

jueves 10 y viernes 11 de diciembre de 2009

En el cono del volcán Yasur

La isla de Tanna
Naturaleza y trueque. Saludos, sonrisas y machetes













   No es país para niquitosos. Ni para disminuidos físicos. Vanuatu es naturaleza pura, salvo en núcleos urbanos, que se reducen a la capital y no a toda. La capital, que es un pueblo pequeño, vive cara al mar, como en todas las islas salvo una, Tanna, donde fuimos el pasado jueves.

   Escribo el viernes, a las diez y media de la noche, mientras oigo los cantos que llegan desde la isla de enfrente, la de Efate, donde se encuentra Port Vila. En su parlamento, le montaban al presidente esta mañana una moción de censura porque le han pillado en un pufo económico. Y no es la primera vez, así que hasta en las Antípodas cuecen habas.

   En los retretes más remotos de Nueva Zelanda encontrabas un baño para personas con problemas físicos, algo impensable en Vanuatu. Aquí la vida es dura. Y cuando me refiero a la dureza de la existencia, no hablo de que sea dificil comer a diario. En una economía de subsistencia basta con acercarse a un cocotero y pillar un coco, o llegar hasta donde hay mangos y hacerte con uno. La propiedad de la tierra es una rareza en Vanuatu.

   El gobierno del país vende algunas parcelas, generalmente a los extranjeros, para que pongan negocio. El resto de la población, por lo que hemos podido leer, aspira a tener un arrendamiento por setenta y cinco años, que es la vida media de un cocotero. Si el cocotero todavía da de sí, puede ser arrendado por tus descendientes durante el mismo tiempo, y así hasta que se pudra o plantes otro al lado. La vida es muy silvestre, pero mucho, fuera del ámbito de la capital. El turismo está empezando y los destrozos todavía no son cuantificables. El paraíso estriba en que se puede vivir sin trabajar, y cuando hablo de trabajar, me refiero a perder la vida echando ocho horas o más en un curro para que te den unos papelitos de colores con los que luego te compras un electrodoméstico. El confort, fuera de Port Vila, no es que sea un lujo, es que no existe.

   El jueves amaneció a las cuatro y media en Iririki. Eso supongo, porque a las cinco de la madrugada, cuando desayunamos, ya era de día. Cogimos la barcaza hasta la otra orilla y vino a recogernos un Charlie Taxi con destino al aeropuerto, donde realizaríamos un vuelo "doméstico" hasta la isla de Tanna, a cuarenta minutos de Efane.

   Entre vuelo interno e internacional, la diferencia es que no colocan un tenderete en el vestíbulo para sellar los papeles. Tampoco bailará nadie mientras los funcionarios cotilleen tu pasaporte. El "chek in" se reduce a comprobar que has pagado el billete, luego te colgarán un adhesivo en la mochila y extenderán después una entrada (a boligrafo) para que pases al avión. El avión es una avioneta gorda donde caben 75 personas y hasta sobran asientos, de modo que le piden al pasaje que se acomode para equilibrar el peso de la nave. Incluso te ofrecen un zumo de naranja de bote y un caramelito del estilo Viuda de Solano. El despegue y el aterrizaje son algo movidillos, por el montón de nubes que rodean las islas, y entre Efate y Tanna, aparte de unos cuantos peñotes, atraviesas la isla de Erromango, que sólo pudimos vislumbrar a la vuelta. Al llegar a Tanna, entendimos que lo urbano se reducía a las instalaciones del aeropuerto, similares a las que se encuentran en la Europa más rural, pero durante la época de las carretas. Para ir de una isla a otra utilizan barcos, raramente el avión —que hace las veces de autobús— pero cuyo precio, lejos de estar subvencionado, escapa a toda lógica.
   


   A la salida, apoyado en su 4x4 ranchera, nos aguardaba Lui, de 38 años, el guía que habíamos contratado para conducirnos hasta el volcán Yasur, que está a 42 kilómetros al Este del aeropuerto de Imanaka. El guía, con gafas de sol y bigote, de tez morena, como la mayor parte de los vanuatinos, habla cinco idiomas. El inglés, que humildemente afirma hablar lo justo para entenderse con los turistas, el bismala y los tres idiomas que se hablan en Tanna, el del oeste, el del medio y el del sur. Seguramente tendrán nombre pero no lo dijo.

   Una vez dentro del vehículo, y al salir del aeródromo -creo que es más correcto calificar así al aeropuerto- entramos en una carretera de piedras y se nos vinieron encima una manada de caballos salvajes. Dos de ellos frenaron en seco a nuestro paso, de los cuales pudimos tomar una instantánea, y el resto salió de estampida rumbo a la charca de la cuneta opuesta para abrevar tranquilamente.

   Según nos contó Lui, la manada es libre tras el abandono de los misioneros, cuando se produjo la independencia del país. Los misioneros roturaron las tierras y trajeron los animales, pero al irse lo dejaron todo hecho unos zorros. La presencia de las iglesias baptistas, adventistas y demás ralea, es muy evidente en Vanuatu. Incluso en Tanna, según atravesamos la isla, era común apreciar sus chozas dedicadas al culto, lugares donde les comen el tarro a los indígenas y los ponen a funcionar, supongo que en beneficio propio, como hacen todas las iglesias. Lui nos condujo al resort de Tanna, donde nos acogieron durante media hora, para que soltáramos la vegija y tomásemos un zumito de bienvenida, y acto seguido montamos de nuevo en el 4x4. Quedaban dos horas hasta el volcán, de modo que no podíamos contemplar la reserva de tortugas, donde cuentan que los bebés, una vez fuera del huevo, corretean hasta la playa hasta zambullirse en las aguas del océano. No se puede ver todo un país, y menos en seis días.

   Sabíamos de ante mano que no veníamos a otra cosa que a descansar, que el viaje primordial era Nueva Zelanda aunque, sobre el terreno, no pudiéramos sustraernos a llegar a Tanna para contemplar uno de los volcanes en activo más accesibles del planeta. Vanuatu, como tantos países del Pacífico, merecen un viaje aparte. Quién sabe cuándo ni cómo. Esta vez, lo máximo que podemos permitirnos es dar un garbeo, tantear el terreno. Alucinar con lo que nos estamos topando y, en el peor de los casos, darnos cuenta de lo que nos perdemos. El viaje termina el domingo, y lo que no está planeado es ya difícil de apañar. Atravesando la isla de Tanna por el Middlebush, desde el mirador de Waterfall a Lamnatu, nos dimos cuenta de que el camino se volvía cada vez más intrincado, que las aldeas se esparcían a ambos lados de la tierra, mal empedrada por las lluvias, que deterioran la conducción hasta emplear la tracción a las cuatro ruedas en buena parte del trayecto.



   


   A una velocidad de caracol, dando botes y tumbos, salían a nuestro encuentro los lugareños, saludando en su inmensa mayoría, en cuyos semblantes surgía de manera espontánea una sonrisa. Las escuelas primarias inglesas y francesas, por el antiguo condominio que colonizó las Vanuatu, surgían en las zonas habitadas más pobladas. Era fácil contemplar los totems melanesios a su entrada, tallados en un tronco de madera de palma, y que reciben un baño de fuego al terminar, quedando así ennegrecidos.

   En un punto dejamos la pista, o camino principal, y llegamos hasta Lenakel, donde hay una entidad financiera, un mercado y algunas tiendas, todo de carácter humilde. En los senderos nos topábamos con gente llevando comida a sus espaldas, asomada para vernos pasar y caminando. Las escuelas, por lo general, distan entre siete u ocho kilómetros de la aldea más próxima, y los chiquillos se pierden por el camino. Y no es que no lo conozcan, es que en mitad de una jungla espesa siempre encuentran algo mejor que hacer.

   Es habitual el uso del machete para abrirse camino entre la espesura, pero al no estar acostumbrado a las herramientas reconozco que me imponían cierto respeto. No deja de ser inquietante que te sonrían y te saluden afablemente con una mano mientras en la otra llevan un machete descomunal. De tanto saludar, llega un momento en que te sientes el Papa. Comprendes que las iglesias se hayan podido hacer un hueco en la mentalidad de esta gente, que todavía espera la llegada de un salvador o algo así, un individuo tras el cual se impondrá una época de florecimiento económico.

   Hay de hecho una secta en Tanna que adora a un tal John no sé cuántos —ya fallecido— porque dijo que tarde o temprano vendría un fulano y reinaría la abundancia. Tras la segunda guerra mundial, resulta que aparecieron unos negros de los Estados Unidos por la isla repartiendo cigarros y alimentos y fue suficiente para que elevaran al tal John a los altares. Dicen que su tumba está precisamente en el volcán Yasur y que sus seguidores la visitan con asiduidad, subiendo en fila india por su cresta más chunga, para celebrar su profecía.

   En la zona de Lemakel, Imakel y Bethel —como suena— observamos de cerca las chozas de palma trenzada, preparadas para la lluvia, y vimos bañarse alegremente a los chavales en la playa. Luego cambió Lui el recorrido para aproximarse por senderos que ni siquiera aparecen en las guías hasta las proximidades de Imayo. Llega un instante en que la pendiente es tan pronunciada que, sin la ayuda de un tramo encementado, no hubiésemos tenido acceso hasta el volcán. El waterfall de Imayo presenta unas vistas impactantes de la isla de Tanna, imposibles de contemplar desde ningún otro ángulo, admirando desde allí la inmensidad de la jungla salvaje que nos rodeaba por y el fondo de la costa Este, virginal, poderosa frente al Pacífico.

   Enmudece la pequeñez que se siente ante el paisaje. Al salvar el tramo, encuentras una imagen igualmente fuerte, la del paraje selvático que rodea al volcan Yusur, humeante en la lejanía. Reconozco que hasta entonces, había realizado el trayecto como en estado de trance. No estoy habituado, ni siquiera durante el viaje a Iquitos, en la Amazonia peruana, a ver aldeas empalmeradas, con plataneros, nutridas de verdor selvático y gente que te sonríe machete en mano durante horas, pero al presenciar la inmensidad de dónde te encuentras, estando como estás absolutamente tirado en una isla perdida en los confines del mundo, te quedas boquiabierto, embelesado por la maraña de naturaleza que te envuelve. Piensas que, si al guía, en ese preciso instante le da un pálpito y se queda seco, no duras allí ni veinte minutos. El guía, tal es su profesión, se ha hecho este mismo camino unas setecientas veces a lo largo de su vida, lo mismo de día que de noche, porque el volcán, en nocturnidad, es mucho más alucinante. Me imaginé atravesando aquella selva desbordante en pleno anochecer y se me pusieron los pelos de punta. Si daba canguelo ir por allí en plena mañana, ¿qué ocurriría a oscuras, sin otra luz que la del propio vehículo en kilómetros a la redonda?

       

    Hemos visto fotos del Yasur realizadas por la noche y son magníficas. No llevamos una máquina capaz de captar con precisión unas instantáneas semejantes, pero sólo estar allí, y ver la lava con claridad, tal vez hubiera sido un espectáculo más sobrecogedor de lo que fue. Pero nos habríamos perdido el recorrido por las aldeas y la panorámica de la isla desde el Imayo. Después de atravesarlo, y terminar el cemento escaso que permitía tomar el sendero del volcán, entramos en un camino de ceniza apisonada hasta llegar al Lago.

   El Lago Isiwi Luan no existe. Se evaporó con la erupción del Yasur hace una década, cuando se llenó de meteoritos el valle. Sólo queda una gran hondonada entre Tapau y Manuaten, repleta de vetas y lascas, por donde cruzas hasta la misma falda del volcán (en la penúltima instantánea de esta crónica).

   Rodear el volcán era como andar por la Luna. Por eso nos iba conduciendo Lui através de una linea imaginaria hasta su base, donde empieza otro sendero y con él la vegetación y las aldeas de la isla de Tanna, hasta que, en una bifurcación, nos topamos con una especie de mostrador (apenas tres tablas) donde tomaron nota del número de personas que nos disponíamos a ascender al Yasur por su vertiente más sencilla. Sólo éramos dos. Más el guía. El sendero se abrió de nuevo entre la jungla hasta llegar a unos cien metros de la cumbre, que no tendrá más de 360 metros, y que sin embargo corresponde a un volcán de carácter estromboliano. Aún en ignición. Existen cinco fases de peligrosidad, siendo la última de ellas prohibida al visitante, porque llueven pedruscos de lava ardiendo por encima de sus cabezas. Fuimos en fase 2. Lo que significa que se escuchan grandes explosiones alrededor del cono volcánico, emergen piedras de considerable tamaño de su interior, se ve correr la lava en sus extremos y salir el humo espeso de su garganta. Una vez fuera del vehículo, fuimos siguiendo los pasos de Lui, que iba en chanclas.


   Alrededor había millares de pedazos de lava negra y encarnada enterrados entre las cenizas y a medida que íbamos ascendiendo los cien metros que separaban al 4x4 de la cima del volcán, escuchábamos los bombazos que emergían del cono. El espectáculo, una vez en la cima, era desolador. Una densa columna de humo negro emergía del cráter central , cubriendo el horizonte del océano, que se atisbaba a ambos lados, donde surgía la jungla melanesia, tropical y húmeda en toda su exuberancia.

   En la mandíbula del cráter, bajo nuestros pies, se extendían unas encías negras, escabrosas, de lava apelmazada por años de erupción, entretejida sobre sí misma. Era el vacío profundo y el más candente. Con dar un mal paso podías cocerte en cuestión de segundos igual que un panecillo . De modo que guardé una distancia prudencial, tal era el vértigo que producía semejente monstruosidad.

   De belleza hipnótica, el Yasur, de cuando en cuando y sin precisión alguna, dejaba escapar un bombazo contundente. Lo seguía una tralla de rocas que surgían desde sus profundidades hasta alcanzar la vista. No recuerdo el rato que estuvimos allí. Jamás había visto un fenómeno tan imprevisible. Simplemente estás, y el pulso se acelera esperando. Aguardando. De repente notas que algo ocurre y cuando tu cerebro lo siente estalla desde el abismo un saco de piedras incandescentes, un lecho vaporoso de lava que se derrumba sobre sí mismo hasta desaparecer en su propio vientre.

   Ya de regreso, tras comentar entre nosotros lo que habíamos visto y tomar un almuerzo en el vehículo, comenzó a llover. Apenas duró unos minutos pero aún escuchamos varias explosiones con una nitidez pasmosa, tal era la envergadura telúrica del volcán. Contemplamos el buzón de correos que las gentes de Vanuatu han colocado a las faldas del Yasur, el único que existe en las lomas de un volcán en activo, y después de hacer nuestras necesidades en un váter genuino, emprendimos el viaje de vuelta al aeropuerto. Lui nos condujo por un camino distinto, para que apreciáramos otra zona de la isla, y al llegar a las inmediaciones del White Grass Plains, hicimos un receso para tomar un café de Tanna, que es uno de los más fuertes de las islas. Allí nos salió al encuentro un tonto del haba, que se dedica a ejercer de agente turístico en la zona, y que pretendía decirnos cómo nos debíamos de haber montado el viaje por Vanuatu. Supongo que este tipo de sujetos son los que, con el tiempo y una caña, convierten un paraíso en un bodrio semejante a Lloret, de modo que no le prestamos excesiva atención pese a su indeseable persistencia. Llegamos de nuevo a Port Vila con casi una hora de retraso y el día siguiente, el de hoy, cuando escribo estas líneas, lo hemos dedicado atomar el sol en las calas de Iririki (la isla que muestro arriba, frente a la capital, en la foto que tomamos durante el vuelo de regreso). Nunca hubiéramos pensado que iba a cansar tanto el realizar un viaje al volcán activo más accesible del mundo. Igual es que ya llevamos mucho trote.