El Cuaderno de Sergio Plou

      

lunes 4 de abril de 2011

Enhorabuena chavalote




  La épica garantizaba a los capitanes de los buques una derrota coherente con sus principios. Disfrutaban de un camarote guapetón, la peña se les cuadraba y en el peor de los escenarios, cuando el navío se iba a pique, estaban obligados a ser los últimos en abandonar la embarcación. Daba igual que fuese una lancha o un crucero de lujo, si venían mal dadas la persona que ostentaba el mando parecía condenada a hundirse en el fondo marino y formar parte del pecio, con todas sus algas y pececillos bailando alrededor de su esqueleto. La autoridad alcanzaba de esta manera los laureles del martirio y el pasaje era consciente de que la propia vida del jefe era la mejor garantía de llegar sanos y salvos. Con el paso del tiempo intentó extrapolarse esta conducta a muchos ámbitos de la sociedad pero salta a la vista que no ha cuajado ni por asomo. Al revés, según trepas por la escalera social todavía es más evidente que los jefes nunca pagan el pato. Las deudas de los banqueros, por ejemplo, en lugar de llevarlos a la trena los catapultan hasta las islas Caimán. Mientras abonamos a escote sus pufos, ellos lo celebran subiéndose las primas y planeando nuevos chanchullos. A los gobernantes les ocurre tres cuartos de lo mismo. En el mejor de los casos dimiten, en los más mediocres afirman que no se presentarán de nuevo al cargo y en los más lamentables ofrecen un pavoroso espectáculo de insania, egolatría o simple depravación. Los jefes de la morería no se despegan del cetro ni con agua hirviendo y con tal de no abandonar el mando y las prebendas que acompañan a la poltrona, olvidan los escrúpulos y emplean lo que haga falta. Se nota que han aprendido con los mejores maestros.

  En las sociedades más civilizadas se ha llegado a tener tanto respeto a los jefes que al cumplir su cometido, ya sea porque no dan más de sí, porque la gente está muy quemada de aguantarlos o porque se jubilan, se les garantiza un magnífico retiro a cuenta del erario público o privado. A los anteriores presidentes de gobierno se les permite en este país cobrar incluso de los dos ámbitos, mantener escoltas y vehículos oficiales, promover fundaciones y dar conferencias. Como el desempeño de sus funciones sólo es calificable por la Historia —en muy contadas ocasiones la Justicia los mete entre rejas—, resulta extraño que los grandes jefes peninsulares no lleguen a la vejez sin darse la vida padre así que, dentro de esta pequeña longitud de onda, es difícil estudiar el impacto que tiene el anuncio de un jefe cuando asegura que no se presentará a las próximas elecciones generales. ¿Alivio, indiferencia, hastío? Comprendo que entre sus más allegados pueda derramarse alguna lágrima, que los cuadros ejecutivos más afines se vean empujados a buscar otro nido donde cobijar a sus polluelos y que el equipo del jefe sienta que el barco se hundirá con su capitán a bordo el año que viene. Todas estas impresiones, sin embargo, son metafóricas y reflejan únicamente la peculiar perspectiva de quienes, estando próximos al poder, observan que nada será igual en su futuro. Al resto de la gente, de hecho, le importa una higa. Es un lujo fuera de nuestro alcance.

   A estas alturas es obvio que no navegamos todos en el mismo barco. Se puede gobernar a los demás mientras se busca un sustituto y quedar encima como un majete, la publicidad obra milagros. No es la primera vez, ni será la última, que oigamos de boca del jefe que todavía quedan reformas por hacer y que no le temblará la mano al coger la tijera. Seguirá recortando salarios, pensiones y lo que al mercado le venga en gana, así que le da lo mismo ocho que ochenta. Aún goza de un año para seguir maniobrando con absoluta impunidad. Es muy consciente de que él no se ahogará aunque el barco se hunda, lo mismo viaja en submarino y no ha caído en la cuenta, por eso se atreve a decirnos que la crisis ya está superada. Lejos de generar fortaleza causa congoja escuchar a este individuo. El mismo tipo que hace unos años aseguraba que no nos iba a defraudar, ahora se va de la olla mientras nos dice adiós con la manita. Observando detenidamente a los jefes te embriaga la sensación de que no son otra cosa que títeres, testaferros a los que les sobreviene el contento cuando recogen los bártulos y se piran. Arrojan la toalla y acto seguido les cambia la jeta, como si se hubieran quitado un peso o les tocase la primitiva. En lugar de inmolarse nos pasan la amoladora por encima y de premio, en cuestión de meses, devuelven el testigo al jefe siguiente y a gozar, que son dos días.