El Cuaderno de Sergio Plou

      

martes 5 de abril de 2011

Falsa simbiosis




  En la naturaleza, cuando eres un parásito común y corriente, de los que viven a costa de los demás organismos sin aportar nada a cambio, resulta imposible hacerse pasar por un simbiótico. El algodón, como cuenta el anuncio, no engaña y si el huésped te descubre acabas pronto con él o terminará poniéndote de patitas en la calle. En política, en cambio, los parásitos proliferan de tal manera que es complejo para la sociedad discernir entre simbióticos y aprovechados. Los primeros escasean y los segundos, expertos en el disfraz, abiertamente descarados e incluso grises y taimados, conforman legiones tan asilvestradas que conviene observarlos al microscopio y de uno en uno, porque una cosa es compartir y otra muy distinta dejarte chupar la sangre hasta quedarte yeco.

  Traslademos por un instante el concepto de salud al paisajismo. En un principio bastaría con echar una ojeada a cualquier jardín para arrancar después las malas hierbas. Si el jardín es saludable no tendríamos ningún problema. Pensemos sin embargo que es tal el cúmulo de maleza y está tan airraigada que cubre el terreno por completo. Un observador poco ilustrado y bastante iluso terminará asumiendo que los brotes sanos de césped que aún crecen entre las matas son precisamente los enfermos, procediendo a quitarlos de enmedio para simplificar el panorama. Una tarea que parecía simple acaba mostrándose así harto compleja. Ya sea porque el ánimo de investigar está corrompido en su base o porque reina la ingenuidad, el caso es que nos siguen dando gato por liebre.

   Tomemos como muestra un botón que, a mi nulo juicio, parece de lo más obvio: Berlusconi. Comparar al primer ministro italiano con un parásito supone rebajar un tumor maligno a la categoría de un simple resfriado, pero valga este ejemplo para comprobar cómo un gusarapo de semejante ralea todavía campa por sus respetos, sortea todos los contratiempos e incluso logra que su huésped —la sociedad italiana en su conjunto— se identifique con su actitud mientras es devorada hasta los tuétanos. Podría decirse de los italianos que sufren un cuadro clínico tan saturado que dificulta la correcta identificación de ciertos procesos morbosos. No se explica de otra forma que estando este sujeto citado en varios procesos judiciales se permita el lujo de no acudir a los mismos. Pero nunca se sabe. Con la excusa de visitar la isla de Lampedusa, donde se apelmazan miles de refugiados tunecinos, Berlusconi es capaz de adquirir frente a sus playas una vivienda de varios millones de euros y hacerse pasar encima no sólo por un patriota sino también por el más brillante de los empresarios, todo un emprendedor.

  Desde la distancia que cubre el Mediterráneo cualquiera puede pensar que un individuo como Berlusconi tiene sus parasitarios días absolutamente contados, pero el paso del tiempo, su múltiple adquisición de medios informativos e institucionales y hasta su transformación física —el fulano se está convirtiendo en un dibujo animado—, lejos de arrinconar a este patético abuelo en algún burdel lo está convirtiendo en un fenómeno de feria. A medida que crece su incatalogable reputación, la sociedad que lo cobija se muestra incapaz de evacuarlo, como si estuviera recibiendo de él —en vez de corrupción y puterío— los más altos valores éticos que pudiera imaginarse. No es extraño, por lo tanto, que este caballerete siga rizando el rizo y promueva ahora la privatización del Coliseo de Roma. Si no ha privatizado ya el gobierno, la justicia y el parlamento, poco le queda. Supongo que llegará un día en que la falsa simbiosis mostrará su auténtico rostro, Italia y Berlusconi formarán un sólo parásito y tendrán que encontrar en Europa otro organismo para sobrevivir. No se preocupen, ya falta menos.