Frufrú
viernes 9 de diciembre de 2011
Sergio Plou

  El protocolo es poco sutil en cuanto al fondo y demasiado oscuro en las formas. La ausencia de sutileza no se produce por falta de tacto —a cualquiera se le puede partir la cara de una forma exquisita—, más bien es el resultado de las maniobras: lo que destila el tejemaneje. Tengamos en cuenta que a los que mandan no se les pastorea con la misma vara que a los cerdos, necesitan mamporreros y especialistas. No les motiva darse mordiscos en público, queda feo y cuidan su imagen como si fuera un icono, por esa razón arrastran un gabinete que lo mismo les guarda las espaldas que les prepara el desayuno o les escribe un discurso. Peinan y acicalan, manejan agendas, cuentas y asuntos legales, traducen conversaciones y pasean a sus amos sin necesidad de que enseñen los dientes. Los miembros de un gabinete ejercen de tapón y al mismo tiempo hacen de sacacorchos, llegando al extremo de tuitear, mandar unas flores, reservar restaurantes y recoger a los nenes. Desconozco cuál es el límite de sus actividades, pero cuando llega la ocasión se transfiguran en entrenadores y hasta ponen a los jefes en su sitio. Me refiero a que los sitúan, porque a los dueños del cotarro les desagrada un horror que los asalariados, por cualificados que estén y por muchos doctorados de Oxford que guarden en el currículo, se suban a la parra. Es importante saber el lugar que ocupa cada cual en este mundo, por esa cuestión se inventaron los encargados de protocolo, para adjudicar el espacio que corresponde a los sujetos. Y no sólo por dinero o por derecho —que suelen ser materias sinónimas— sino también por conveniencias sociales.

  En apariencia, los jefes dan la sensación de ser mancos pero lo que ocurre es que no dan abasto con sus propias manos. Frecuentemente se compran otra, a la que califican de mano derecha, multiplicando de este modo su círculo de amistades con una cohorte de lacayos y confidentes. Esta subclase dentro de la casta dominante, vive en estrecha sintonía con los que pagan su sueldo, presta sus servicios con ánimo arribista y deseos de prosperar, y en resumen, se ocupa de las cosas del jefe para que el jefe pueda ocuparse de las cosas de los demás. El resultado es que cuanto más arriba está un jefe, mayor servidumbre arrastra.

  El protocolo se ocupa de resolver problemas y si resultan demasiado complejos los sortea. Dedican jornadas a cubrir las apariencias, no dejan cabos sueltos ni situaciones afiladas, de modo que rara vez ocurren episodios disonantes. Las anécdotas se esparcen después sobre un acontecimiento para dar una sensación de veracidad. A menudo el relato que se impone ofrece una estampa obscena porque los jefes ocupan siempre un primer plano en las fotos, en las secuencias de los telediarios y hasta en los palcos y balconadas, lo que no deja de ser una redundancia. Por otra parte, las tinieblas de la acción protocolaria reducen la vida a una alegoría. Será brillante o de cartón piedra, pero el grado de ficción siempre depende del acto. No es lo mismo una convención empresarial de carácter localista que la reunión corporativa de una multinacional. No es igual un canapé en Las Cortes, con motivo de celebrar el aniversario de la Constitución, que la maratoniana asamblea de gobernantes europeos en Bruselas. Se entiende que el poder real está convenientemente registrado en un evento y sin embargo muchas veces se ejerce por representación, apoderamiento, simple mandato o vulgar coyuntura, basta con acudir a una subasta para comprender que los ventrílocuos apuestan con medios digitales desde su despacho y si dudan por la vía tradicional—estar de cuerpo presente— al final se retraen y terminan enviando a un títere con un pinganillo en la oreja.

   El momento más delicado de una carrera diplomática, donde un maestro de las componendas da la talla y fracasa cualquier neófito, se pone a prueba en la dulce asignatura de la improvisación. Durante un vacío de poder, en mitad del relevo o frente a un duro equilibrio de poderes, el protocolo puede distendirse en exceso o agarrotarse en formalidades, entonces parece un arte conducir el espectáculo de las relaciones públicas sin que salten chispas.  El personal que distribuye a los altos cargos en una escalinata, en un besamanos, en una izada de bandera o en un pregón, los menganos que a fuerza de empollarse el breviario de la diplomacia han terminado mimetizándose con ella, posee de natural o tras duros años de adiestramiento cualidades de intermediación verdaderamente apreciadas entre la casta directiva. A veces, los más influyentes personajes del mundo se dejan retratar en actitud amigable con sus intérpretes y éstos, ya sea en beneficio de su currículo o para sepultar su perfil —nunca se sabe, porque la Historia da muchas vueltas—, cuelgan dichas imágenes en YouTube o en el pasillo de su domicilio. Los líderes famosos caerán en desgracia o morirán en el empeño, pero las sombras que mantienen vivas las reglas siempre permanecen allí, retratándose con ellos, ajenos al paso del tiempo.

   De tal modo es previsible su trabajo que ciertos individuos, sin otro método que la observación, estudian sus inquietudes, copian hábitos profesionales y sencillamente replican las posturas, abriéndose de forma inesperada un hueco entre los invitados para interactuar con ellos en plano de igualdad. Son tan camaleónicos que se confunden entre la maleza y se cuelan en una cena de gala como si anduvieran por su propia casa. Circulan por ese ambiente un puñado de virtuosos que dan gato por liebre con el único propósito de cuestionar la seguridad o alcanzar proyección mediática. En su inefable colección de instantáneas vemos a un perfecto desconocido colgado del brazo de un mandatario famoso. ¿Qué le estará contando? Es lo de menos, el hecho de estar allí es su mayor victoria. Los que juegan a ser Wally sueñan con el camuflaje. Empiezan haciéndose pasar por agentes de protocolo y acaban suplantando la identidad de ministros. Les encanta estar en la pomada, sentirse alguien y dar el pego, entienden que ante una multitud de altos cargos sería un despedicio servir copas, guardar abrigos y aparcar coches. Pero la proximidad a la elite no implica su pertenencia, sólo es coyuntural.

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