El Cuaderno de Sergio Plou

      

jueves 7 de enero de 2010

La cordillera de enero




  Después de gastarnos lo que no tenemos podemos fundirnos lo que podríamos ganar si no lo hubiésemos empeñado hace unos años, pero nos importa un bledo porue llegan las rebajas. Es el momento de darle el sablazo a alguien para que nos preste una pasta que no le sobra y podamos así regalársela al tendero para comprar cuatro chorlitadas que lo mismo encontramos dentro de nada en la basura. O en el colmado de los chinos, que al fin y al cabo es igual. No es que nos encante ir de tiendas, es que nos aburrimos hasta el bostezo. La decadencia es una pendiente que no termina de cuajar. Llevo escuchando el sonsonete de la cuesta de enero desde los años 60, contemplando siempre en el paisaje el mismo repecho, ahora ya de magníficas proporciones y lejos de convertirse en una meseta o conformar un puerto de montaña estable, ha debido crear toda una cordillera. Un farallón, contra el que chocamos como insectos.

  Hemos pasado del Caprabo al Día y después al Lidl para terminar en el Aldi, sin darnos cuenta de que tarde o temprano volveremos al mercadillo de siempre, cuyos puestos todavía resisten. Para las clases medias y bajas, la crisis es un fenómeno atmosférico, donde el granizo sigue a las nevadas y el huracán a la niebla. El grosor de la mala suerte se comunica a la tropa mediante el telediario y termina consumiendo a los contribuyentes para crear en su memoria un estado mental. Una vez instalado no hay manera de sacárselo de encima. En el mejor de los casos vivimos instantes efímeros de menor agobio, que calificamos en seguida de bonanza, como si al adjetivarlos de esta forma fuesen a consagrar un cambio de tendencia. La economía se va deslizando mientras tanto hacia el campo de la adivinanza, el lanzamiento de tabas o la insondable lectura de los posos del café, aguantando por inercia y haciendo gráficas comparativas. Hemos pasado del insulto a la pena y del subsidio a la caridad. Aún así seguimos soñando con un próspero futuro, en el que podremos gastar a manos llenas sin preocuparnos de estar en rebajas o en plena temporada de ventas, almacenando productos de moda o absolutamente rancios, sin registrar en nuestras pupilas que este camino no conduce a ninguna parte pero que la vida es el camino y el camino se hace al gastar. Es el gasto, romo e inconsistente, lo que permite mantener la ilusión de que el sistema funciona.