La farsa
martes 25 de agosto de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Según el Financial Times, es posible que la General Motors busque por medio de la Vauxhall volver a quedarse con la Opel. Dentro del habitual mareo al que nos tienen acostumbrados las multinacionales, tenemos que manejar los dimes y diretes con cierto escepticismo, pero si fuera cierta la última información todo este caos de subvenciones y negociaciones de venta no sería otra cosa que un cachondeo para ganar tiempo y dinero. Los dueños y accionistas de la General Motors se habrían forrado el riñón y al mismo tiempo solventado su quiebra a fuerza de marear la perdiz todo lo que fuese necesario. Como no perdían nada, lo siguen haciendo y de paso se nos mean en la oreja. Los fabricantes belgas y los austriacos, con el apoyo de los bancos rusos, se han estado disputando la tarta de la Opel con los chinos para nada porque al final los norteamericanos podrían recuperar el timón de su empresa automovilística. Bastó con llegar a la quiebra y poner en venta el patrimonio para que surgieran las ofertas y una vez alcanzado el listón de sus objetivos, el gobierno yanqui podría soltar un pozal de dólares en la firma, alrededor de cuatro mil trescientos millones. Igual se trata de otra estrategia para subir las apuestas, pero la enervante situación de miles de puestos de trabajo en la cornisa exige más seriedad y menos cambalache. En cambio es al revés. Las grandes corporaciones utilizan sin escrúpulos cualquier coyuntura y los gobiernos occidentales continúan haciéndoles el juego enriqueciendo a los dueños con absoluta impunidad. Aparte de la falta de ética, canta un horror el trapicheo en las negociaciones. Si los gobiernos están atrapados como rehenes o reciben prebendas a cambio de su domesticación es algo que se nos escapa, aunque salta a la vista que la crisis financiera se lleva en los despachos como si se tratara de una interminable partida de póquer.
    El finlandés Martin Scheinin y el austriaco Manfred Nowak, relatores de las Naciones Unidas, han pedido formalmente la creación de un tribunal internacional para juzgar los delitos creados por las multinacionales. Hasta ahora en la Corte de La Haya podían ser incriminados los gobernantes y militares de cualquier país —excepto los estadounidenses, cuyo gobierno se negó a firmar los estatutos— pero nunca se atrevieron los jefes a crear semejante herramienta de control. Las farmacéuticas han sido capaces de utilizar como cobayas a cientos de niños nigerianos con el fin de probar un medicamento contra la meningitis, causando la muerte de once chavales y graves enfermedades a casi doscientos. Una vez llevados a pleito, se les pidieron indemnizaciones de miles de millones, pero las sortearon con los afectados personalmente para no llegar a juicio. Tres cuartos de lo mismo ocurrió con la petrolera del Exxon Valdez en Alaska o el desastre de Bophal en la India. Los altos ejecutivos de las corporaciones actúan en el mundo como si nada pudiera ocurrirles a ellos ni a las empresas que representan. Se habla del cambio climático pero da la impresión de que es culpa de los consumidores, jamás de los fabricantes ni de los gobiernos, que actúan de intermediarios. El problema global de la contaminación y la falta de ética empresarial salpica a los más pobres con saña. En el tercer mundo, no sólo pagan justos por pecadores, sino que lo hacen varias veces y algunas con su propia vida.
    Ahora que se ha descubierto en el océano Pacífico una gigantesca isla de plásticos, mayor de lo que se esperaba, y que se ha comprobado que los desperdicios han pasado a la cadena alimenticia, es muy probable que cada vez que nos comemos un pez estemos literalmente engullendo las bolsas del supermercado. La isla de basura está en aguas internacionales y nadie mueve un músculo por limpiarla, sin embargo allí acuden los peces y los pescadores, que traen tan suculentos manjares a nuestros platos. No es el único problema al que estamos abocados. Buena parte de nuestras verduras, hortalizas y frutas están modificadas genéticamente, así que no sabemos lo que estamos comiendo. Las multinacionales no sólo trapichean con los automóviles sino también con los medicamentos y la comida. Vivimos en una mascarada continua, una farsa que amenaza nuestra salud y nuestros bolsillos.

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