La insolencia
jueves 16 de julio de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Los seres humanos, en especial durante la adolescencia, nos ponemos chuletas con desagradable facilidad. A ciertos años nos brota igual que un eccema la arrogancia más insultante pero, salvo excepciones, como la del señor Camps, no es una conducta perpetua. Como a todos los cerdos les llega su san Martín, a los maduritos que se creen interesantes también les habla el espejo. Lo normal es que no se gasten una tonelada de euros en trajes caros, porque de donde no hay no se puede sacar, así que Míster Camps tendría que impartir cursillos. Al fin y al cabo es un arte que la chusma aprecie la calidad de los trapos en lugar del aeropuerto que tiene en la calva. Se los pagará su mujer o el tipo de los bigotes, pero va siendo hora de que siente la cabeza o algún juez, como si se tratara de una lenteja, tendrá que ponerla en remojo. Es cuestión de tiempo.
    La adolescencia, para la mayoría de los individuos, es una respuesta hormonal tan pasajera que gran parte de los adultos ya ni recuerdan lo descarados, impertinentes y atrevidos que eran. Doña Esperanza Aguirre, sin ir más lejos, vive su cuarta o quinta juventud y sigue instalada en la irresponsabilidad más absoluta, al menos en lo que a política se refiere. Véase, por ejemplo, el último desastre ocurrido en el Gregorio Marañon de Madrid, donde ha muerto una niña debido a una negligencia. Es propio de adolescentes no atribuirse culpa ninguna, sobre todo cuando se produce un desenlace amargo, pero el desmantelamiento de la sanidad pública en beneficio de la privada es fruto de una acción política que ella misma puso en marcha y que se viene desarrollando en dicha comunidad desde hace ya unos cuantos años. ¿Acaso no observa ninguna relación?
    Es lógico que la enfermera causante de la tragedia se encuentre hecha una piltrafa y la mantengan sedada, lo indignante es que a la presidenta de Madrid no se le caiga la cara de vergüenza. Una amnesia tan selectiva, cuando somos mayorcitos, queda fuera de lugar: no hay más remedio que ir aceptando las consecuencias de nuestros actos. Doña Espe, en cambio, vive tan recluida en su hábitat pijo, donde parece encontrarse en plena sazón, que es imposible conseguir que asuma el precio que tiene un cargo como el que ocupa. Confunde el hecho de ser jefa con ser la dueña, y no es que parezca patética, es tan sangrante escucharla que da tirria.
    Frente a las críticas, los adolescentes pierden los papeles de tal forma que es frecuente verles chillar, dar soberbios portazos o sumergirse de pronto en el autismo más recalcitrante. Lo mismo aseguran que pondrían la mano en la biblia por alguien de su confianza, que se desdicen al día siguiente de sus palabras. La convivencia humana es muy contradictoria. También es obsesiva e incluso morbosa,  por eso pueden estar pasando a cámara lenta y durante semanas en la televisión la cogida mortal de un encierro en los sanfermines.  La prensa reproduce el esquema de la inmadurez eludiendo también sus deberes, no me extraña que los parientes pongan el grito en el cielo. Todo tiene un límite.
    Durante la edad del pavo actuamos con tanta frescura como ignorancia y aunque los mayores nos estrujarían el pescuezo, por lo general manejan a los nenes con excesiva condescendencia —poniéndolos en adobo para que vayan cogiendo sabor—, conducta en extremo paternal que produce movimientos telúricos hasta en las mejores familias (si es que existen). En los años mozos la predisposición y desbordante energía que proyectamos sobre el entorno provoca incluso que nos perdonen groserías y audacias, y en ese sentido puede decirse que conviene fijar unos límites. Si no hay fronteras, a la paciencia de los padres y tutores solo le queda la opción de generar milagros. Y suelen costar un pastón.
    A medida que vamos creciendo, la desvergüenza y la desconsideración se someten a la cordura, aunque lo mismo dan enormes bandazos y forjan delincuentes. Esta última posibilidad, en ciertos políticos, está abocada al éxito porque les pllan con las manos en la masa y rezuman jeta, cinismo e insolencia por los cuatro costados. Si estos comportamientos generan indiferencia, espirítu contemplativo y una abstracción casi benditas, a poco que hayamos fortalecido un ápice la sordera, nos resbalará cualquier descaro y osadía. Podemos afirmar entonces, como dice el viejo refrán de nuestros abuelos, que nos van a tomar por el pito de un sereno. Hablando en plata, que se nos mearán en la oreja.
    ¿A qué extremo conduce esta abulia social? ¿Tan pusilánimes somos? Si hacemos caso a los publicistas, vivimos en una adolescencia permanente. Lo mismo vale para los padres que para los hijos, da igual lo que nos vendan. Aunque el envoltorio del anuncio más simplón sea el eslogan, rara vez no esconde una trampa y tercamente, sin embargo, sucumbimos a la tentación de gastarnos los cuartos en tonterías. Sin obligaciones, todo vale, incluida la estafa.
    Los expertos en ingeniería social, oficio donde se ocultan los mentirosos compulsivos, piensan que el espot más idiota es precisamente el que más éxito tiene. Aunque vendas una sandez, el mensaje ha de ser breve y contundente. Sólo hay que echarle cara, colocar el producto y entonces da igual que les tiren un galgo. Parece dificil discenir si la sociedad se ha vuelto imbécil de un forma progresiva o existe algún consorcio tenazmente empeñado en lograr que bajen al mínimo los cocientes intelectuales. Esta pobre mentalidad empapa ya todos los sectores, desde la educación a la sanidad, pasando por la política y desembocando en la comunicación. El atrevimiento y la insolencia llegan a tal punto que ciertos acontecimientos, de no estar impregnados por la tragedia, podrían tildarse de auténticas astracanadas.

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