La jubilación del ratoncito Pérez
Crónicas
© Sergio Plou
viernes 5 de diciembre de 2008

   Llevaba un tiempo resintiéndome del tecer premolar, el del carrillo superior derecho. Había retrasado ya durante quince días y de manera consciente el lamentable momento de acudir a la dentista. No soy de los que huyen de la consulta, prefiero dilatar el proceso mediante estúpidos autoengaños. Los mantengo hasta que el dolor resulta ya insoportable y no me queda más remedio que levantar el auricular y pedir una cita. No me lo hago mirar porque estoy convencido de que, allá en lo más hondo de mi desgana, subyace un problema de entrega. Y no me refiero a un conflicto en la mensajería instantánea, sino a la dificultad de abandonarme. Se me antoja un imposible abrir la boca de par en par y dejarme hurgar en la dentadura. En esos instantes me gustaría ser animista para convencerme de que tengo la misma sensibilidad que un automóvil y que ella, a fin de cuentas, no es más que una especialista en chapa y pintura. Su consulta, por más esfuerzos que haga y a pesar de la similitud de conceptos, no se dibuja en mi lóbulo frontal como un taller mecánico. Más bien adquiere las trazas de un quirófano en miniatura y este tipo de hábitat, con su enorme halógeno colgando del techo y arrojando luz sobre el más nimio de los detalles, supera mi voluntad de tal manera que llego a sentirme irritable, en carne viva y a flor de piel. No podría especificar dónde empieza la ansiedad y dónde termina mi paciencia, por eso recurro al arte de elevar mi propio drama a la enésima potencia.
   Cuando una situación se me hace muy cuesta arriba imagino siempre que todavía cabe algo peor y no merece la pena destacar que todo esfuerzo cae con inusitada frecuencia en saco roto. Sólo soy capaz de añadir complementos espantosos al pánico inicial, remates que se van engarzando igual que vagones a la locomotora del miedo. Por ejemplo, si la consulta de la dentista estuviera en la cima de una montaña, la dentera que me producen las anestesias, los bisturís y las tenazas se asociaría con el vértigo que me convierte en un pólipo durante cualquier ascensión. Aunque me crezco ante las dificultades también me derrumbo ante la multiplicación de las desgracias, así que alegrarme de no vivir en el Nepal no hizo mella en mi carácter. Hacer cumbre y que de premio me extraigan una muela es una forma de triunfar que me infunde un respeto subyugante. No cabe duda de que, si asoma la oportunidad, tengo tendencia a comportarme como un sherpa pero suelo ejercer como tal en vaguadas, llanos y desiertos, jamás si se me nubla la vista al borde de un precipicio, así que me vi obligado a buscar mejores subterfugios. Por ejemplo, si hubiera franca escasez de dentistas en el planeta y mi domicilio estuviese en el África subsahariana lo mismo tendría que utilizar un avión como medio de transporte, artefacto que suele provocarme sudores fríos, pavor en las entrañas y una enorme desconfianza a cerca de los automatismos de la tecnología y la organización sindical de los pilotos. En seguida noté que sumergirme en disparatadas emociones tampoco reverirtía ninguna esperanza, de modo que abandoné la mente en multitud de inconveniencias. Me vi con los dedos de una mano pillados en la puerta, arrollado en la calzada por un ciclomotor, esparcidos mis sesos por la acera tras recibir un ridículo macetazo, cacheado por una agente de policía en el aeropuerto de Bogotá o en mitad de una manifestación de neonazis, todos ellos convenientemente equipados con guadañas para despellejarme en la esquina más próxima. Recuerdo que pensé incluso en que la crisis económica era tan grave que nos veíamos abocados al canibalismo, pero cualquiera que fuese la situación en la que caía en trance siempre había un diente que me molestaba y surgía de la nada una dentista empeñada en arrancármelo de cuajo.
   Era consciente de que la primera cita en raras ocasiones trae consigo otra medida que la pura y simple evaluación de los daños. También sabía por anteriores visitas que una vez que entras al trapo asumes el papel de víctima. Por exigencias del guión te adentras en un «reallity show» de temática «gore», donde una profesional experta encuentra en la dentadura una caries, una piorrea, una muela del juicio que está naciendo de costadillo con el insano propósito de hacerte la vida imposible. En la salita de espera no habrá boletos ni sorteos, tampoco notarios, simplemente te tocará la vez y estarás perdido. Si algo tiene claro mi cerebro es que soy capaz de sufrir un ictus, por eso ni en mis peores pesadillas alimenta mis sueños aproximándose al gremio de los estomatólogos y los cirujanos maxilofaciales. Verles trastear con el instrumental y sentir en la cruceta un descabello son fenómenos tan sincronizados como el trueno que sigue al rayo o la actualización de una cartilla de ahorros cuando extraes dinero en un cajero automático. Entre la causa y el efecto no hay vuelta atrás, por eso retardaba el instante de pedir una cita a mi dentista. Fraccionaba el tiempo y las aspirinas confiando en que se desvaneciera el dolor, esperando inútilmente que el tercer molar se desprendiese de mi mandíbula superior mediante algún encantamiento. Y que a ser posible no me lo tragara del susto. Depositaría después aquel pedazo de marfil bajo mi almohada en la confianza de que, a cambio de una moneda, viniera a llevárselo el ratón del cuento. Pero nada de esto ocurrió y no tuve valor de arrancármelo yo mismo, así que perdí toda esperanza. Siempre sospeché que un roedor tan millonario como inmortal acabaría jubilándose un día en la consulta de mi dentista. Una abrazadera minúscula, que descansaba en un platillo de metal, mantuvo agarrada la muela durante un segundo hasta que desapareció de mis narices. Fue visto y no visto. Y como siempre cabe algo peor, contemplé atónito una aguja reluciente que la dentista hilvanaba en un fino cordel atravesándome las encías. Yo entonces le pregunté como pude si conocía al inventor de los calmantes. O en su defecto, si no podría telefonear a uno de los peones transilvanos, a cualquiera de los que todavía están barrenando los sótanos de mi domicilio y avisarle de que viniera ipso-facto con un martillo a estampármelo en la sien. Agradecería cualquier medida con tal de perder el sentido. Asistiría a la matanza del cerdo en Peñarroya, me afiliaría al real Zaragoza o sería costalero en el Rosario de Cristal, lo que fuese antes de atisbar cómo la dentista asomaba una puntita de la lengua entre sus blancos caninos mientras empuñaba con destreza la aguja y el sedal.

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