La publicidad mató a la estrella de la tele
lunes 8 de octubre de 2007
© Sergio Plou
Artículos 2007

    Hace unos días concluyó el foro sobre innnovación televisiva en Madrid, donde un puñado de expertos debatieron a cerca del futuro que le aguarda a la caja lela. Siempre me he preguntado cómo es posible que un artefacto así consiga despegar de la realidad todos los días a millones de personas, ocupando no ya el lugar de la radio, el cine, el teatro, la música y la literatura juntos, sino el espacio vital completo de los seres humanos desde que cenan hasta que se acuestan. La comunicación verbal entre los sujetos que la observan se reduce generalmente a la más simple interacción con lo que ocurre en la pantalla. El poder de atracción que tiene este invento es tan fabuloso como patético el aprovechamiento que se hace de él y en la última década se ha devaluado en exceso, pues la publicidad ocupa la mayor parte del tiempo de las emisiones. La industria que se ocupa de vender inyecta un poderoso capital en las televisiones, pero está acabando con ellas. El ansioso y compulsivo fenómeno del cambio de canal estimula a los anunciantes y los programadores, hasta el paroxismo de hallar en todas las cadenas secuencias de un mismo corte publicitario. Además, la creación del patrocinio asocia productos a programas, incluso los estratifica en secciones para rentabilizar por completo la emisión. La impresión final es que asistimos a una publicidad continua, salpimentada de parcos contenidos que encima compiten en distintas bandas. El empacho es ya tan grande que la proteína del negocio se ofrece en coleccionables. La propia televisión discrimina entonces la calidad organizando a la carta menús vía satélite o por cable. La calidad, por lo visto, se paga a parte.
    Cientos de cadenas y canales han terminado por reducir el concepto de televisión a una pantalla, objeto en el que se ceba la tecnología levantando una perfeccionista carrera en torno a la imagen y el sonido. Las pantallas lo mismo ocupan espacios en mercados que en aeropuertos, su presencia es palmaria en los trabajos donde la existencia de una pantalla requiere un operario o al menos un espectador, no me extraña que las cámaras tomen nuestras imagenes a diario. Resulta curioso que los seres humanos se contemplen desde todos los ángulos pero tengan cada vez más problemas a la hora de relacionarse entre sí. Los espectáculos de ficción, desde los falsos documentales a las múltiples variantes de gran hermano, muestran esa ruptura con su presencia en las parrillas. Se preocupan de alimentar una vida paralela en la legión de mirones que simplemente observan mientras el tiempo se consume a su alrededor. Mientras la tecnología más puntera se orienta hacia la proyección en hologramas y el desarrollo de la industria robótica, las personas se adocenan por millones en las grandes urbes. Sus trabajos los agotan y sus tiempos libres los consumen en la más estricta soledad. Toda esta inercia les vendrá de perlas a los telepredicadores pero no al común de los mortales, al que le conviene sin duda modificar sus hábitos.

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