El Cuaderno de Sergio Plou

      


sábado 19 de marzo de 2011

La refriega de las cruces




  Parece ser que el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos se ha portado como dios manda. O sea, como mandan los curas, los obispos y el mismo papa de Roma. Ni más ni menos que ha sentado jurisprudencia al afirmar que la exhibición de cruces en los colegios públicos no viola el derecho de los padres a asegurar la educación de sus hijos de acuerdo con sus convicciones. ¿En qué cabeza cabe, a estas alturas de siglo XXI, que se pueda tener «otras» convicciones que no sean las católicas o, por generalizar, las cristianas? Es impensable. En el continente donde nos ha tocado vivir es imposible desprenderse de esta cruz, así que resulta obvio que la sentencia de tan alto tribunal no sólo es lógica sino coherente.

  Cualquier persona de bien no necesita mayores explicaciones, se santiguan y arreando. Como todos somos cristianos, salta a la vista que los crucifijos —lejos de violar ningún derecho— garantizan nuestras creencias. Así que la señora Soile Lautsi, italiana de nacionalidad aunque oriunda de Finlandia, y que lleva pleiteando con el asunto de las cruces en las escuelas de sus hijos desde 2001, lo tiene crudo. No sólo está muy equivocada sino que debería de enorgullecerse al contemplar semejante derroche de señores clavados a una madera, pues dichas estampas representan un patrimonio cultural de simbolismo religioso que tendría que hacerle saltar las lágrimas. Es más, si no es así yo que ella me lo haría mirar, porque según los togados europeos no existe ninguna prueba de que dichas imágenes influyan sobre los alumnos.

  Esta parte de la sentencia, concretamente, resulta a mi entender incomprensible. Tanto o más que el misterio de la santísima trinidad, de modo que tendremos que acatarla con humildad y fe. Porque si tener un crucifijo colgado de una pared no influye en nada tampoco alcanzo a comprender cuál es el uso que se le da a dicho objeto. ¿Se trata de un recuerdo meramente decorativo? Y, si es así, ¿no podría sustituirse por alguna litografía, una máscara polinésica o un calendario juliano? Por supuesto que no. Del mismo modo que no nos queda más remedio que asumir el cristianismo como un bien profundo e inmaterial, de todos es conocido que a jóvenes e infantes les importa un pimiento lo que ocurra en las aulas. Sería estúpido creer que pueda afectar sus nulas aptitudes el sorprendente hallazgo de un crucifijo en clase. Menuda tontería, por favor, si todo lo que escapa a la atención de sus ipods sencillamente no existe.

  Lo curioso es que el símbolo de este señor clavado a una cruz representa, según los jueces, un signo inequívoco de igualdad, libertad y tolerancia. Por si fuera poco —preste atención al axioma— contemplar un crucifijo en un colegio público garantiza el laicismo del Estado... Y es verdad, oiga, a ver quién tiene narices para llevar la contraria. Gozar con el sacrificio de un individuo, deleitarse con la tortura de un sujeto, frecuentemente colgado en lo alto de la pizarra o sobre la nuca del profesorado, justo allá donde suele sentarse a impartir sus lecciones, no sólo santifica a los presentes —aunque no les cause emoción alguna o siquiera hayan reparado en su presencia— también «exprime el elevado fundamento de los valores cívicos» (sic). Nunca hubiera pensado que las cruces, a falta de un útil más adecuado, pudieran usarse a modo de exprimidor. Pero, en fin, todo es ponerse...