El Cuaderno de Sergio Plou

      


jueves 4 de agosto de 2011

La soba perfecta




    Ha sido peor o mejor de lo que esperaba? Esa es la pregunta que nos hacemos tras cubrir una experiencia con éxito, entendiendo por éxito el mero hecho de llegar. Y de llegar tarde, además, con respecto a la media. Cuando la gente habla de medias suele ser engañosa y dice que se ha hecho ocho veces el trayecto hasta Santiago (la ruta de la plata y el primitivo aparte) cuando salta a la vista que no tienes ninguna posibilidad de demostrarle que se equivoca. Nos topamos al sujeto en cuestión mientras nos tomábamos un receso bajo la acacia de Monzalbarba, donde compartíamos agua, chocolate y plátanos. Hablo de la acacia porque tiene historia familiar, da sombra y a sus pies reza un cartel que la cuenta. Y hablo de nosotros, o de nosotras, porque dos no son multitud y porque el largo viaje hacia Finisterre —837 kilómetros desde Zaragoza— lo comparto, como tantos otros,, con mi compañera sentimental. El individuo que fardaba era un abuelo de 71 tacos, militar jubilado a juzgar por la camiseta que lucía, estampada con el logo de los pontoneros, así como el bastón puntiagudo que blandía a modo de fusta, banderita española en el mango y disimulada bajo el sucedáneo de la medida pilarista, que jamás pasa de moda. El abuelo tal vez no se ha pateado todo lo que cuenta pero se maneja con soltura y velocidad, diríase que levita mientras anda a grandes zancadas, y no presenta en su rostro señales de cansancio. Ni el más ligero de los dolores, circunstancia que a mí, cuando se presentó, me parecía digna de laureles porque ya tenía las plantas de los pies como dos sartenes y los hombros, bajo el peso de la mochila, parecían haber soportado el peso de varios yunques, creando surcos y prominencias donde antes apenas podía contar unos cuantos pelillos. Hago constar en mi descrédito que el yayo estaba de pie y muy ufano narrando sus andanzas, y que servidor se encontraba sentado a la sombra de la acacia y dando cuenta de las viandas como si hubiera corrido la maratón.

En la acequia, a las puertas de Torres de Berrellén

    Campeones de esta estirpe nos encontraremos unos cuantos, ya sean reales o ficticios, no es cuestión de prestarles demasiada importancia, tan solo desean notoriedad y yo, de notoriedad, voy bien servido y la cargo a hombros. Allí, en los hombros, me ha producido la notoriedad un par de hermosas crestas sagitales, como si me fueran a crecer alas. El problema es que las alas no llegan nunca y sacudiendo el sol de plano no sólo se echan en falta las alas sino también un ventilador y una jarra de agua helada. A los que aguardaban noticias mías desde el martes, les ruego que se pongan por un instante en mi pellejo. La llegada a Torres de Berrellén, según los mapas, figuraba a 17,5 kilómetros de Zaragoza. Sin embargo, nos contó el guardián del albergue que está a más de 25. Yendo por Utebo y Sobradiel llegó un instante que se me antojaron cien.

    Esa noche hice un intento de ponerme a escribir pero era lo último que me apetecía. Aún con todo coneseguí dormir cuatro horas sueltas, a intervalos, porque no refrescó hasta bien entrada la madrugada. El albergue nos costó media docena de euretes por persona y estaba bien preparado para los caminantes, sobre todo para los que, como yo, gozan de una lamentable forma física y lo que desean es coger la piltra y desconectar del mundo a como dé lugar. En la foto de la izquierda se me ve sentado en una acequia con cara de chorlito. Tengo los pies a remojo y, entre el arrullo de la corriente y la sofoquina que llevo encima, serán las tres de la tarde o más, lo último que me apetece de veras es no cantearme del sitio. Quedarme a vivir ahí, bajo el único árbol que se levanta en acres a la redonda. Sólo de pensar que a la jornada siguiente me levantaría a las cinco de la madrugada para poner rumbo a Luceni se me abrían las carnes. Como así fue. A mí me gustaría ser peregrino por los caminos de España, como cantaba Cecilia, siempre y cuando tuviera la capacidad de teletransportarme de un lugar a otro. La llegada a Luceni, bordeando la alameda, me provocó una bajada de tensión similar a las que produce Endesa cuando te llega la factura. Y eso que la ínsula Barataria era un primor, poco apreciable cuando andas buscando sombra y te ofrecen un «mirador» no apto para beduinos. Sancho Panza, en cualquier caso, era un personaje que arrastraba una baja autoestima. Allí no crecen otra cosa que juncos y cañas. Recuerdo que al llegar a Luceni más que caer en el catre sufrí un trance.

    Si en la etapa hacia Torres de Berrellén sólo nos perdimos un par de veces, recurriendo en varias ocasiones al GPS para retomar el rumbo, en la de Luceni no sólo perdí la noción del tiempo sino también la del espacio. ¿Cuántos kilómetros hicimos? ¿Veinte? Recuerdo que ya entrada la noche, cuando reposaba mis huesos sobre el túmulo imitando el sueño rígido de cualquier esclavo faraónico, Helena, mi compañera sentimental, apiadándose de mi lamentable estado decidió hacerme una cura de urgencia en los pies, extremidades que a mi juicio hubiera sido mejor escayolarlas. En cualquier caso, el arreglo surtió efecto porque hoy, camino de Gallur iba más fresco que unas castañuelas, Y eso que el camino, la GR 99, no existía. O, para ser más preciso: era la propia carretera. Después discurría junto al Canal Imperial, llegando a Mallén con cierta dignidad. Sudando a chorros y no cagándonos en dios, que es lo que suele hacerse en un camino compostelano. Acabo escribiendo la presente crónica en Cortes de Navarra, el primer pueblo de la comunidad foral, y sin acabar de creer que haya llegado hasta aquí sin perder el sentido ni la paciencia, será que ya me voy endureciendo.