La suerte del tonto
lunes 31 de agosto de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    El secretario general de Izquierda Unida, en una declaración veraniega que se mezcla ya con las inminentes fechas del próximo ciclo escolar, afirma que hemos tenido mucha suerte de no quedarnos tontos al recibir una educación franquista. Supongo que ésta es la causa de que millares de padres, en su misma franja generacional, se hayan empecinado en alistar a su prole en colegios católicos. He seguido leyendo con redoblada atención sus palabras para corroborar tan triste certeza, no sufriera una alucinación matinal o me fallaran los reflejos. A juicio de los neurólogos más avanzados, nuestras neuronas tardan una décima de segundo en sincronizar las imágenes, de modo que estando en ayunas lo mismo a mi cerebro le costaba un tiempo extraordinario atar cabos y conclusiones, pero no me ha quedado más remedio que aceptar los titulares y dar crédito a los sentidos. Así que algo falla en todo este sofisma.
    El señor Cayo Lara, republicano de convicción, nacido en Argamasilla de Alba —ese lugar de la Mancha de cuyo nombre el Quijote no quería acordarse— y que tan buenos ripios contra la Corona ha ido cosechando a lo largo de su carrera política, confirma que es cuestión de suerte que una generación condenada por el lavado de coco infantil, precisamente el mismo que curas, monjas y demás miembros serviles de la dictadura indujeron en los chavales a modo de electroshock, no hubiera creado unos adultos sumidos en el retardo mental y carentes de sentido crítico.
    Un comentario de esta índole, propio del que no se cree idiota porque todavía sigue vivo para contarlo, es incapaz de asumir que sus razones sirven exactamente para demostrar lo contrario. Otra cosa es que extienda su excepción al común de los nacidos durante su época, allá por los años cincuenta y sesenta, para no pecar de arrogante. No me extraña que a lo largo de esta jornada vaya a entrevistarse con el Monarca, al que tantos adjetivos dedicó, reduciendo la ideología a una simple cuestión de formas, unas maneras que el propio político califica de vulgar sumisión.
    Modestia aparte salta a la vista que somos tontos y además reincidentes, que es mucho peor. La generación entera de la que habla don Cayo fue condenada a la tontuna hasta el extremo de enviar a sus vástagos a las mismas escuelas donde —más que estudiar— fueron objetos de estudio. La prueba final de que el lavado de cerebro tuvo éxito es el síndrome de Estocolmo que ahora aqueja a demasiados progenitores, los cuales llegan a creer, en el mejor de los casos, que fue una simple cuestión de suerte conservar intactas algunas neuronas para seguir quejándose. Pero nada más. El resto continúa llevando a sus nenes a los salesianos, jesuitas, dominicos, marianistas y un largo etcétera de órdenes religiosas, en cuyas arcas el Estado deposita millones de euros en concertaciones, las mismas que colaboraron entonces a dejar la cabeza de sus papis como el hueso de una oliva. La causa es muy simple. No debían de ser tan nefastas cuando los exalumnos —rayando el colmo de la sandez— traen de nuevo a sus hijos a las mismas aulas.
    Cayo Lara se ha convertido en la muestra del botón, en la excepción de la regla, en el ejemplo a «sensu contrario» que cualquier colegio de pago podría esgrimir en su defensa para demostrar su eficacia educativa. A mí, particularmente, este señor me cae simpático pero va dando palos de ciego y de vez en cuando se atiza algún golpe en su propia cabeza. Hubiera sido más práctico afirmar que estamos viviendo exactamente las miasmas que sembró un grupo de pedófilos con sotana en sus tenebrosas aulas y que es lógico ahora que no sepamos discernir lo correcto de lo absurdo, atrapados como estamos en la contradicción. Así se explica que seamos tan mansos y que vayamos por el mundo tragándolas dobladas. El precio de sobrevivir fue la hipocresía intelectual y para el resto sin duda el alzhéimer. Aunque reconozco que es muy mono cantar verdades como las suelta don Cayo sería más útil no caer en lamentables autoengaños. Esta crisis económica, por ejemplo, no la pagará la banca. Pero tampoco la corporación anónima a la que llaman Iglesia, cuya casilla de impuestos recibe millones de aspas en cada ejercicio tributario. ¿Cuestión de suerte?

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