Lecciones de hipocresía
lunes 15 de junio de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Ver cómo corren los persas por las calles de Teherán, dando gritos de rabia y sufriendo a cambio una lluvia de palos y mamporros, nos aproxima su frustración a las mil maravillas. Irán no es tan malo como lo pintan. Sus gentes también son víctimas del pucherazo, inocentes llevados al extremo del tongo, cuya voz ahogada recibe unos cuantos cañazos en la garganta. La quina te hace valorar lo que cuesta una limonada, y se abre paso por el tracto digestivo con el insano propósito de que te empape el sudor y de paso te salten las lágrimas. La ingenuidad de los persas tiene un punto tan infantil que parece un cromo recién sacado del álbum. La estampa podría titularse: «almanaque mundial, historia de una estafa».
    A nosotros, y salvando las distancias, durante la época ultramontana y en plena transición política, también nos la dieron con queso. No crean. La diferencia es que nuestros tíos, padres y abuelos supieron guardar la compostura y hacerse los locos, sobre todo de puertas a fuera, donde se mostraban apolíticos de remate. En cambio los iraníes, tal vez por falta de entrenamiento, resultan la antítesis. Han llegado a creerse el pastel de la «democracia religiosa» y ahora los están majando los guardias de tal modo que reducen al alioli cualquier carné de identidad. A esta gente les sobra pundonor. Su obcecación les honra, pero carecen de la hipocresía necesaria para salir sin rasguños del jaleo de barbas y turbantes en el que se están perdiendo. Aquí tuvimos cuatro décadas de seminario para elaborar la tesis y es lógico que el doctorado fuera modélico en la materia.
    La hipocresía permitió a los herederos del dictador que nos calzasen un monarca, modificando sin ningún sonrojo el nuevo régimen sobre la vieja estructura del antiguo. Saber darle tiempo al tiempo es nuestra gran lección. Empezó enredándose la madeja con la tontería del destape —al fin y al cabo el lupanar era el único sitio donde falangistas y liberales podían entenderse— y la reforma, por inercia, acabó en transformismo. Lo demás, a estas alturas, son gaitas, pero aún se vende el gesto como un derroche de sentido común. Lo que representaría un escarnio y vergüenza públicas terminó adquiriendo la mágica forma de un cheque en blanco. No sólo aceptamos el chantaje de las «fuerzas vivas», es que encima nos lo zampamos de mil amores diciendo que estaba en su punto de sal y que ni aposta se hubiera cocinado mejor. Menudo alarde. De hecho hay fulanos incluso que siguen viviendo de dar conferencias en el extranjero, que ya es cinismo, y que no dudan en calificar a otros de tercermundistas porque no saben arreglar sus problemillas tan bien como se hizo aquí. En fin, es lo que hay. No me extraña que el encargado de llevar toda la maquinaria al desgüace, desde la poltrona del movimiento nacional a las elecciones democráticas, duerma ahora el sueño agrio del alzhéimer. O que el heredero del nuevo sistema le pegue al frasco hasta perder la noción del tiempo. Todavía es posible contemplar a la momia de los conservadores, que antaño ejercía como ministro del interior, aleardeando el abuelo de que jamás ha usado un condón. Sujetos como él, gracias a las tragaderas de millones de personas, nunca tuvieron que renunciar a nada. Ni siquiera a hacer el ridículo.
    En una península como la nuestra, donde una parte del mapa acribilló a la otra y se creyó ungida además por alguna divinidad, aún escuchamos melindres para aceptar el panorama. Todavía somos capaces de impedir que se excaven las fosas de semejante «harakiri», así que resulta del género idiota dar lecciones de humanidad a otra gente, por muy lejos que estén y aunque desconozcan la desagradable carnicería que llevamos a cuestas. Se oye mucho en la radio, y se lee en los periódicos, que tan bien como nos lo montamos en casa resulta imposible de lograr en otras zonas del globo. Lo peor es que el mensaje ha calado tan hondo que permite a los crédulos repartir su pizca de ricino y sus cucharadas de árnica por el planeta. Sobre todo a los iraníes, que bastante tienen con haber pasado por las manos de un Sha y acabar en las de un Ayatolá, que es lo mismo que salir de Franco y caer en los legionarios de cristo o en el opus dei, sólo que a tope y gobernando. ¿Se imaginan?

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