Llamando a la lluvia
Crónicas
© Sergio Plou
viernes 1 de febrero de 2008

  Esperaba de una vez por todas que cayera la lluvia en Zaragoza, aunque ha sido poca cosa. Me gusta cuando la tormenta rompe entre las montañas pirenaicas, porque tiembla la tierra y las ventanas vibran como si fueran a estallar. La primera experiencia con los relámpagos y los rayos, al menos la más gruesa y eléctrica que yo recuerde, la tuve cuando era niño. Estaba en la casa de mis abuelos, la que todavía conserva mi madre al borde de Ordesa y ocurrió durante un verano de los años sesenta. Correteaba en bañador y serían las cuatro de la tarde cuando, casi de manera simultanea, sopló una brisa que me puso la carne de pollo y anocheció profundamente. Los pájaros enmudecieron bajo los pinos. No en ese momento, pero fue entonces cuando me di cuenta de que aquel silencio era extraño y me daba miedo. Apenas me dio tiempo a reaccionar. Se dibujó en la penumbra del valle un resplandor. Del fogonazo emergió una línea anaranjada que rasgó el cielo igual que una cremallera rota. Sentí algo parecido al borboteo de una radio, pero a un volumen de quedarse sordo. Después oí un chasquido metálico y al unísono se me vino encima un estruendo poderoso, un ruido temible y desconocido, como el eructo de un gigante, que me levantó del suelo y me hizo caer de culo sobre la hierba. No me dio tiempo a contar hasta cuatro. Desconozco por qué me dio por ponerme a contar y no a dar gritos o salir corriendo, el caso es que se abrió un sifón en el cielo negro y a chorros comenzó a caer el agua por todas partes. Mi pequeño corazón se me salía del pecho. Jamás había asistido a una auténtica tormenta, una tormenta de verdad y no las que entonces rompían en Zaragoza, ridículamente incomparables y sin embargo bastante decentes si las medimos con las de ahora. Si esa tarde de infancia en lugar de un maravilloso agente atmosférico hubiera sufrido un fenómeno paranormal o hubiera visto un plantillo volante, tal vez habría tenido los mismos síntomas.Los relámpagos, los rayos, los truenos y las tinieblas repentinas que sumieron el vallecito en la más absoluta de las desprotecciones, estaban para mí tan sobredimensionadas que cualquier realidad era posible salvo la más lógica entre todas ellas: la apoteósica aparición de una tormenta. Tardé en escuchar la voz de mi madre, que pronunciaba mi nombre con cierta agitación, pero lo que no se me olvidará nunca es lo que ocurrió más tarde, una vez a salvo del aguacero y cuando se fue la luz en la casa. Me refiero al encanto de las velas, a la magia de las sombras. La tronada, al llegar en serio la noche cerrada, continuó golpeando la construcción y sin embargo no recuerdo el pánico, sino el suave relajamiento que se apoderó de mis músculos y tendones, la preciosa flojera que me poseyó por completo en aquella orquesta de bombos y timbales, obsequio en bruto de la madre naturaleza. Es como si el cerebro se me derritiera. Como si los nervios, bajo aquel diluvio hechizante, se convirtieran en nata. Desde entonces cada vez que llueve noto una tremenda paz interior y aunque no caigan chuzos de punta ni reboten en las paredes los estampidos del mundo, siento el placer instantáneo de asistir a un fascinante espectáculo. Y si me pilla en la cama, como entonces, duermo como un niño.

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