El Cuaderno de Sergio Plou

      


sábado 17 de septiembre de 2011

Lo que nunca cambia




  Creo que ya me voy sintiendo los talones. Me he dado cuenta de que tenía talones no porque hubiera notado de repente un escozor en las plantas de los pies, sino cuando he visto a un zutano haciendo rapel por mi balcón y una garrampa me ha recorrido el cuerpo desde la nuca hasta los astrágalos. El chisporroteo se produjo cerca de ambos calcáneos y hablando con propiedad en las fascias plantares, justo donde los reflexólogos podales dicen que conviene masajear a conciencia para que el nervio ciático quede tan suave como unas malvas. Sentarse al ordenador y observar que alguien se escurre alegremente edificio abajo mediante una cuerda no sólo te puede dejar helado, también favorece el rencuentro con ciertas zonas de tu chasis, aquellas que dabas por muertas y enterradas. Según los fisioterapeutas, aquellos supervivientes que, tras haberse calzado el camino a Finisterre desde Zaragoza, no manifiestan dolor alguno y están más sanos que en el momento de su partida, desarrollan en su vida cotidiana un equilibrio mental y emocional de similar fortaleza, que les ayuda a soportar cualquier esfuerzo sin excesivos efectos secundarios. Estoy convencido de que no es mi caso. A la hora de sufrir, y más aún si el tormento va a durar treinta y siete días consecutivos, se produce una alerta general en los cinco sentidos pero mi cuerpo en su conjunto entra en estado de «stand-by». Si pega el sol de canto sudo a raudales y durante el soponcio me duelen músculos que hasta entonces desconocía, pero a la hora de la paliza siento todo el organismo de una manera similar a cuando recuestas la cabeza sobre un brazo para dormir y no hay forma de que responda al despertarte. Falta el hormigueo, es verdad, aunque el letargo es tan obvio que da miedo.

  He colgado de la pantalla esa medallita de las madres concubinas que me regalaron en un bar cerca de Frómista después de abonar la consumición. Reconozco que su valor crematístico es similar al del latón que grapan en las ristras de chorizo, cordel incluído, y que su forma elíptica y proporciones, menores aún que las de un céntimo, exige una lupa para leer su leyenda. Enterado de que las damas que acuñaron dicha monedita viven de espaldas al mundo y recluidas en un convento, tampoco su ejemplo me reconfortó demasiado, pero a falta de mayores supersticiones para recuperar la compostura he recurrido al clásico de nuestras bisabuelas y encomendando mis nalgas, rótulas, clavículas y demás miembros a estas señoras confío que descubriré un día, de manera simple y sin sobresaltos, que mi cuerpo ha vuelto a ser de mi propiedad. Sería desagradable que, a partir de ahora, tuvieran que producirse episodios paranormales a mi alrededor con el único propósito de sentir que mis huesos están en su sitio. Si para notar un brazo tengo que recibir la visita de un vendedor de enciclopedias o para percibir los intestinos debe levitar un platillo volante frente al vetanuco del cuarto de baño, es que mi dermatología se ha ido modificando durante el camino hasta levantar una costra parecida a la que goza un lagarto. Endurecerse no es lo mismo que convertirse en un reptil. Comprendo que toparse con tantos fundamentalistas por el Páramo puede desarrollar las defensas de un ser vivo hasta producir mutaciones extrañas, pero nunca hubiera imaginado que la insensibilidad llegase tan lejos. He observado, por ejemplo, que mi bronceado va más allá de lo que puede adquirirse trabajando sobre un andamio. Mi aspecto induce a pensar que haya pasado mes y medio cimentando una presa o apagando incendios. Semejante exposición solar debió calcinar mis terminaciones nerviosas y necesito ahora emociones fuertes para reconocerme a mí mismo. Las voy pidiendo de manera inconsciente, por eso caen del cielo individuos que hacen rapel por mi balcón. De sobras sé que están pintando la fachada, pero la primera impresión no te la quita nadie.

  Siguiendo los consejos de Jodorowsky adquirí un bote de colonia y acto seguido me rocié con ella a conciencia. Perfumarme sin medida representa para mí un fenómeno similar al que se produce con el agua bendita: lo que no mata te hace más fuerte.