Los intocables y los golpeables
jueves 9 de junio de 2011
Sergio Plou
Artículos 2011

   ¿Cómo entran los políticos en nuestras instituciones para no encontrarse con la población? ¿Llegan en un coche blindado, los cuelan por la puerta de atrás o bajan en paracaídas desde un helicóptero? ¿Son puntuales o se presentan con horas de antelación? Y cómo salen después, ¿por las alcantarillas? Enigmas de la vida cotidiana... Lo único que tenemos claro es que cobran jugosos sueldos del erario público, un bonito fajo de euros que llueven de los impuestos que pagamos todos, ya sea por la lotería, el IVA de cualquier producto que compremos o por la declaración de Hacienda. Pero, ¿cuáles son sus costumbres? ¿Qué hacen en la intimidad? Gracias a nuestros votos se sientan en sus poltronas durante cuatro años para disponer de nuestras vidas a su antojo pero, ¿en qué gastan la pasta? ¿Ahorran, invierten, evaden, se construyen chalés a nuestra costa? ¿Y qué consumen? ¿Acaso reciclan su basura? Por lo general son muy discretos y cubren sus huellas. Son unos profesionales, gente guapa y auténticos maestros en eludir las responsabilidades inherentes al cargo que ocupan, incluso cuando se pasan el testigo —porque pierden unas elecciones o porque se jubilan con el riñón bien cubierto— siempre acaban por darse un abrazo fraternal entre ellos mientras enjugan las lágrimas. En las costumbres se asemejan al arquetipo que ofrece la mafia. ¿Forman parte de ella? Da la impresión de que esta pobre gente, una casta tan sacrificada, no se merece el escarnio que están sufriendo y sin embargo, en vez de renunciar a sus cargos y volver a sus quehaceres cotidianos (¿tendrán alguno?), siguen empeñándose en jurar sobre sus biblias y crucifijos que serán buenos, que actuarán dentro de la legalidad constitucional y que jamás echarán mano a la caja. Incluso los imputados por delitos de malversación, corruptelas y demás mangancias, lo hacen una y otra vez sin ningún sonrojo. Parece un trabajo ingrato y en cambio se aferran a sus sillones como si no tuvieran donde caerse muertos. Raro es el caso del que vuelve a la mina, así que este tipo de profesiones, tan sobrevaloradas, garantizan algo más que la satisfacción por el trabajo bien hecho y el regalo de cierta proyección social. ¿El qué?

Manifestación frente al Congreso de los Imputados ayer por la noche

   Pertenecer a esta casta supone adquirir ciertas ventajas frente al común de los mortales. La fundamental radica en que por el mero hecho de ser elegidos gozan de inmunidad ante el resto de los seres humanos y, lo más iinteresante, ante los jueces y la policía. En principio, cada uno de ellos vale en la calle tanto como votos haya obtenido y después, según el puesto que ocupe, comienzan a multiplicar. No me extraña que muchos, aparte de engordar su cuenta echen papada y a fuerza de canapés desarrollen un flotador alrededor del cuerpo. Con el paso del tiempo resulta extraño que no acusen también en el rostro las múltiples inyecciones de cortisona que les endilgaron sus médicos en los ijares, pero son gajes del oficio, seguramente el único precio que pagarán por disfrutar de un vida regalada.

  Cuando crees que eres alguien, construyes muros a tu alrededor, organizas un ámbito privado de convivencia, recibes una sandidad privada y entregas a tus hijos una educación igualmente privada. Hasta tus diversiones son privadas, de ahí que cualquier chisme sobre ellos despierte tanta expectación. De igual manera que sólo pueden ser juzgados por sus iguales (los jueces del supremo, que ellos mismos nombraron), acaban por relacionarse de puertas adentro con gente adinerada, desde banqueros a directivos de grandes empresas, pasando por famosos que puedan reportarles cierto crédito social al retratarse a su lado para los medios de comunicación. Sólo se acercan a la ciudadanía cuando necesitan su voto y no les resulta agradable. De modo que tienden a alejarse de la multitud para no verse envueltos en situaciones complicadas, así que no tardan mucho en formar parte de una estructura piramidal. ¿A quién representan realmente? No hace falta ser muy listo para responder que a sus amigos y a sus propios intereses. En esa linea, y con absoluta impunidad, se puede subir la edad de jubilación cuanto haga falta y bajar el salario mínimo hasta que parezca una propina. Estas menudencias no son su problema. Tienen garantizado un sueldo de por vida y encima reciben premios por los servicios prestados a sus socios una vez que terminan su carrera parlamentaria: desde un cargo en una entidad financiera a una poltrona en una multinacional. No es algo nuevo, desde los inicios del sistema democrático se producen estas aberraciones, pero sólo nos quedamos con los casos más descarados, los expresidentes de gobierno, ministros de economía y otros similares. Los más importantes se reunirán este fin de semana en la sofisticada localidad suiza de Saint Moritz, concretamente en el hotel Suvretta House, y bajo extremas medidas de seguridad. Pertenecen al ya mítico Club Bilderberg, la punta del iceberg.

    El deterioro del sistema democrático es tan grave que el Centro de Investigaciones Sociológicas no lo ha podido disimular. En su última entrega de encuestas los políticos representan el tercer problema de los ciudadanos. No hace falta analizar concienzudamente estos papeles para entender lo que ocurre. Por ejemplo, ayer se producía una manifestación espontánea frente al Congreso de los Diputados que terminó en una sentada de casi cuatro horas y que colapsó la Carrera de san Jerónimo completamente. Ni un sólo político salió de Las Cortes a decir una sola palabra. Es muy probable que no hubiera ninguno porque hoy mismo se han reunido en el hemiciclo 25 de los 350 diputados que componen la cámara y han decidido rebajar a dos sesiones semanales su tremendo esfuerzo institucional. La sordera frente al hastío y la indignación popular ha vuelto a culminar esta mañana en Valencia, cuando se constituía el gobierno autónomo, a cuyas puertas ha sido apaleada la ciudadanía una vez más. No es la primera vez y, desgraciadamente, supongo que no será la última. Se supone que los políticos juran su cargo para representar los intereses de la mayoría de la población, sin embargo no dudan en ordenar que golpeen a sus votantes mientras defienden los privilegios de una minoría. Encontrar en esta actitud algún tipo de coherencia es lo que nos ha conducido a esta situación. Les hemos dejado hacer lo que quisieran. Se sienten especiales, imprescindibles, únicos. Y ellos, sin nosotros, no son nadie. No son nada. Ya no estamos frente a una época de cambios, estamos viviendo un cambio de época.

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