Ocho que ochenta
Crónicas
© Sergio Plou
sábado 15 de noviembre de 2008

    Mañana me coloco frente al precipicio de esa edad tan desagradable que sólo resulta atractiva en la senectud. Cumplo cuarenta y ocho tacos, pero no es tan dramático. Me estoy metiendo al cuerpo un impresionante volumen de seiscientas páginas titulado «Desarrolla tu cerebro» y una vez terminado confío en que la materia blanca o la gris no me broten por las orejas. Al contrario, estoy convencido de que se propiciará algún extraño fenómeno y me engordará varios centímetros el neocórtex sin destrozarme la bóveda craneana. «La ciencia de cambiar tu mente», del insigne autor de «La ventana del visionario», el famoso bioquímico Joe Dispenza, me produce serios dolores de cabeza. Aunque soy consciente de que estos daños colaterales son la viva muestra de mi esfuerzo, comprendo también que a estas alturas de la vida —y en ausencia de mejores cambios— la más noble de las aspiraciones, en la existencia de cualquier cuarentón, consiste en trasformar la sesera y pasar el trapo del polvo. Ya va siendo hora, porque desde que era un canijo me preocuparon severamente tres estupideces netas que impedían el normal desarrollo de mi carácter. Cuando me refiero a lo normal estoy hablando de lo que interpreto como frecuente, porque lo normal en la sociedad moderna resulta absurdo, manipulatorio o adocenante, así que parece complejo estimar lo que procede en un mundo aquejado por esta soriasis. Siendo una criatura adiviné que no era un individuo frecuente y dicho descubrimiento, al revés de lo que cabe suponer, tampoco me reportó un ápice de orgullo, vanidad o soberbia. Le debo tanta humildad al director del colegio donde tuve la desdicha de cursar mis estudios. El cura organizaba todos los sábados por la mañana un combate de boxeo conmigo y siempre ganó él. Estas derrotas me hicieron caer en la cuenta de que mis raquíticas conexiones sinápticas rara vez alumbraban una idea sana en tres materias de mi nulo entendimiento: matemáticas, medicina y relaciones sociales. El orden de importancia en tales asignaturas dependerá de la magnitud del problema que se presente. Quien me conozca —ni siquiera yo mismo consigo esbozar tres rasgos de mi personalidad— sabrá que si dejo lo deportivo a un lado es porque nunca me interesó. Ni siquiera ahora, pues se trata de una actividad que doy por perdida. Si en algún momento jugué al fútbol, al tenis o al ping pong jamás fue porque intentase hacerme con una medalla o quemar grasas, sino empleando el ejercicio físico a modo de treta para embutirme como un salchichón en las tripas de la sociedad escolar. Si décadas más tarde aprendí acrobacia fue por exigencias del guión, nunca por voluntad propia, y cuando me vi obligado a realizar todos los días una tabla de gimnasia, durante un año entero y por prescripción del neurólogo, un sujeto que estaba convencido de que me presionaba una vértebra el nervio pasimpático, enseguida abandoné semejante práctica al descubrir, mediante la opinión de otro especialista, que tenía un simple problema gaseoso.
    Al borde de la cincuentena todavía intento asumir la belleza de los números aproximándome a la densidad del espacio y del tiempo. Es una estrategia que me divierte y lo hago gracias al recuerdo del inquietante profesor de matemáticas que tuve en primaria, un auténtico profesional de la pizarra. Examinaba a diario a todos los alumnos dividiendo el encerado en ridículas porciones para que la clase entera saliera a coger la tiza y garabatease fórmulas, quebrados y raíces. Salvo esta excepción, que confirma la regla, rara vez entendí el número de Avogadro. No me explico cómo pude llegar a la universidad, aunque esta inexperiencia me hizo más creíble después que hubiera doctores en alguna asignatura y sin embargo no supiesen leer o escribir correctamente. Y no digo nada sobre conjugar el subjuntivo, que es una virtud impropia de personas normales. En cuanto a la medicina, se me antojó siempre hermana gemela de la hechicería, la magia o el hipnotismo. De hecho pensé durante años que a fuerza de bofetadas es como pude ubicar en las células eucariotas el aparato de Golgi. En cambio sospecho ahora que no fue mediante la violencia como digerí algo tan retorcido, sino que precisamente lo extraño del apelativo facilitó que se me grabara en el cerebro. Si hubiesen bautizado a este orgánulo con el nombre de Esteban, o su descubridor gozase de un apellido tan anodino como el de Gómez, aunque el director del colegio me hubiese reventado la cabeza contra el pupitre dudo mucho que hubiese logrado saber que el aparato de Golgi lo forman media docena de dictiosomas o que su funcionamiento es capaz de modificar las vesículas del retículo endoplasmático rugoso. Es la concatenación de todas estas palabras raras lo que llamó mi atención, no su significado y utilidad aparente. Por eso la medicina todavía me parece magia y los médicos se me antojan chamanes, no en vano utilizan términos que dispuestos en un orden maravilloso organizan frases tan incomprensibles para el común de los mortales que bien podrían labrarse un hueco en el clásico libro de la bruja o en la enciclopedia de algún nigromante. Afirma Joe Dispenza, en el grueso volumen que me estoy calzando, con el propósito de coger el sueño antes de dormir, que todo aquello que aprendemos de carretilla crea nuevas conexiones entre nuestras neuronas pero que realmente sirve de muy poco si no lo devoramos mediante emociones. En ningún momento dice que haya que partirle la cara a alguien para que entienda mejor las cosas, ni que a fuerza de traumas se graben los conocimientos al fuego, pero constata científicamente que la sabiduría humana se organiza en el cerebro gracias a la experimentación. La experiencia nos permite fortalecer la conectividad neuronal gracias a los recuerdos. Ocurre, en cambio, que somos incapaces de controlar las asociaciones que se producen entre nuestros sentimientos y la materia concreta que necesitamos enriquecer. Por ejemplo, al lado del aparato de Golgi aparecen los cinco dedos de la mano de un sacerdote estampados contra mi carrillo. Esta circunstancia no colabora en la exploración de mis conocimientos celulares pero puede utilizarse, eso sí, en la creación literaria. Todavía voy por la mitad del libro y quién sabe las sorpresas que me deparará tan intrigante lectura, pero me convendría acabarlo antes de llegar a los cincuenta. Igual para entonces descubro en mí a un hombre nuevo y tengo un cerebro que funciona con energía solar, nunca es tarde si la dicha es buena.

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