El Cuaderno de Sergio Plou
   Sincronía
      


jueves 5 de noviembre de 2009
El opinador compulsivo
Patricia Mateo



Ya hace algún tiempo llegué por casualidad a un blog cuyo título era “El opinador compulsivo”. Me llamó la atención el nombre por tratarse de un interesante neologismo y por el concepto en sí. No me molesta en absoluto que se inventen palabras y que se usen. De hecho me agrada, porque da cuenta de las posibilidades creativas que las lenguas ofrecen a quienes las hablan. No hay idioma sin hablantes, la lengua no es de los académicos sino de cada persona que la usa. No es tampoco la lengua un ente estable, fijo e inamovible. Está condicionada o sobre ella pesan factores como el tiempo (que no hablaban igual en el siglo XVII que ahora), el espacio geográfico (mis amigas gallegas no hablan como mis amigas aragonesas) o el lugar concreto en el que nos hallemos (dando una conferencia o tomando unas cañas en nuestro barrio). No hay unidad posible por mucho que se empeñen en ello según qué personajes. Puede observarse en los ejemplos mencionados que las diferencias no sólo existen entre una persona y otra, sino también en mí misma y en cada individuo que maneja un idioma. Mi propia forma de expresarme evoluciona y se modifica continuamente, las posibilidades creativas y de innovación son infinitas y es por ello que quien escribe estas líneas ama tanto el lenguaje y las palabras. Tiene su cara bonita cuando podemos comunicarnos y entendernos, su cara atractiva cuando escuchamos algo que no sólo entendemos sino que nos remueve por dentro y nos emociona, su cara triste cuando no son suficientes las palabras para evitar las catástrofes, su cara horrible cuando usamos el lenguaje para herir y dañar… Son múltiples las caras de las lenguas y múltiples los modos de entender nuestra relación con el lenguaje, como individuos y como especie. Yo llegué a Filología Hispánica porque amaba la literatura y si no abandoné mis estudios fue por el descubrimiento de una disciplina llamada Lingüística. Sigo amando la literatura, pero mi pasión, una de ellas, es el lenguaje, las lenguas y las palabras.

El opinador compulsivo tiende a ser un hombre. Cada vez soy más consciente de ello. Ya luego llegan los matices (hombre blanco, heterosexual…), pero cuando se trata de opinadores compulsivos ni me molesto en colocar una arroba o duplicar el género del neologismo del que hablo. También es común que no se den cuenta de este protagonismo que adquieren allá donde vayan. Si es que los han educado así, es verdad, y, además, es lo que observan inconscientemente a su alrededor día tras día. Este verano, por ejemplo, asistí a una conferencia en Ejea de los caballeros (que ya el nombrecito adelantaba la cuestión) impartida por la escritora, profesora y doctora Teresa Moure. En el marco de la semana del libro en Ejea, vino a hablar sobre identidad de género e identidad nacional en relación con la escritura. Creo recordar que había cincuenta mujeres en la sala y tres hombres. Bien, concluye su presentación y llega la ronda de preguntas. El que presentaba el acto apenas dio un par de segundos (no exagero) para dar opción a la sala a expresarse. Tomó el micrófono y soltó una larga (y, con perdón, aburrida) disertación sobre el asunto de las mujeres que escriben. Me dio la sensación de que mucho no había escuchado, la verdad. Hay personas, también hay que decirlo, que disfrutan escuchándose a sí mismas. Esto, sin ánimo de generalizar, se aprecia recurrentemente en los hombres. Son opinadores compulsivos. No me preocuparía en absoluto si las mujeres también lo fuesen, también pudiesen serlo, en cualquier contexto. No es el caso.

Constantemente pecamos de intrusismo. La frase podría ser “El intruso opinador compulsivo”, porque siempre queremos dar lecciones. Desde nuestra posición privilegiada nos dedicamos a dar consejos, que nos parecen obvios, a todas las personas y a todos los grupos que no son como nosotros. Damos recetas de éxito para el conflicto en Palestina, tenemos muy claro cómo terminar con la pobreza en Cuba, sabemos cómo deberían actuar las mujeres en África y así para cualquier asunto que no nos toque directamente.
Esta reflexión que hoy planteo surge a raíz de unos cuantos acontecimientos recientes en cuanto al asunto ese del género en el terreno académico (aunque en el público y político el asunto se me antoja parecido y lo que menos me apetece ahora es replicar a Arturito, que me resulta cansino, a la par que soez).
Para hablar del lenguaje y sus usos, usamos el lenguaje. Es la gran paradoja lingüística. Y como, efectivamente, todo el mundo hace uso del lenguaje, todo el mundo se cree un experto para hablar de él. Es una fórmula sencilla. Como, además, los hombres (sin ánimo nuevamente de generalizar) saben de todo, también opinan como expertos sobre el asunto del lenguaje y el género.
Es obvio. Los hombres siempre se han visto excluidos del discurso. No había palabra para nombrarlos. No sabían cuándo debían darse por aludidos o cuándo no al usar el femenino genérico. Esto ha hecho que muchas veces se les haya borrado de la historia. Hasta hace muy poco no había palabras para nombrar sus oficios y se veían abocados a cobrar menos por realizar trabajos iguales a los de las mujeres. Nosotras, que además nos ponemos muy tontitas cuando los escuchamos hablar en masculino, como si pudiesen modificar el lenguaje a su antojo, no nos hemos dado cuenta de esto. Desde nuestra posición omnipresente y omnipotente no es sencillo percatarse de que los hemos ido discriminando en la vida y en aquello que nos convierte en seres sociales, el lenguaje. Pero en fin, ya estoy aquí yo para darles voz a los hombres, para hablar por ellos, para defenderlos, para darles el lugar que les corresponde. Y no lo hago por tener protagonismo, de verdad que no. Es sólo que me considero una disidente.

Si pueden perdonar esta suma de ironía y de absurdo, si por un momento al menos han conseguido situarse en un plano que no es el suyo, me doy por satisfecha.
Próximamente el Observatorio de Igualdad de Género de la Universidad de Zaragoza, organizará un taller sobre las nuevas masculinidades. Lo impartirán desde la Asociación de Hombres por la Igualdad. Si bien considero que me hubiese gustado comenzar la actividad del Observatorio este año lectivo con algo diferente, reconozco que me parece bien que sea esta asociación la que imparta el taller. Lo habitual en mi trayectoria de militante feminista es que los hombres quieran entrar en las asociaciones de mujeres y nunca crear su propio espacio para la lucha, lo cual no quita para que considere necesario e imprescindible su compromiso con la igualdad. En fin, voy concluyendo. El profesorado está sobrevalorado y los hombres están recontrasobrevalorados. Los opinadores compulsivos se me antojan narcisos modernos con afán de protagonismo, más allá del que de por sí ya tienen por ser hombres blancos heterosexuales en nuestro contexto occidental. Aquí lo dejo.

 

SINCRONíA