Perturbaciones
Crónicas
© Sergio Plou
viernes 4 de abril de 2008

     —Ponte cómodo —me dijo — enseguida estoy contigo...
      A solas, y confortablemente sentado en uno de los dos sillones orejeros de la consulta, comencé a limpiarme las gafas. Esta acción rutinaria induce a mejorar la perspectiva, aunque no ayuda a comprender cómo terminas dejando caer tu pequeño culo sobre la felpa. Que siga acudiendo al gabinete todavía es un misterio. ¿De veras iba a resolver mi problema? Acababa de leer en internet un estudio de una revista americana, la «Journal of Sexual Medicine», donde se afirmaba que el 63% de la mujeres no se sentía muy satisfecha con la firmeza erectil de su pareja. Y yo me sonreí. Si mis huesos habían acabado en aquel sillón no era debido a la flacidez, sino más bien a la ausencia de iniciativa. A la hora de arrimar el ascua a mi sardina me fallaba el impulso. La decisión. Por miedo al rechazo cualquier vacilación revierte en mi autoestima formando una gruesa capa de pasividad. Pensando en sardinas entendí que podía ser tan vulgar como un estibador, pero esta fantasía desenterró de mi memoria una charla a propósito de las turgencias que me hizo perder la entereza. Mantuve esa conversación hace unos meses con mi compañera sentimental y no sé por qué, al recordala, me sentí incómodo. Ocurrió dejando vagar la vista por la ventana que da a la calle del insigne doctor Cerrada. Justo detrás del sillón que tenía delante de mis narices, el que luego ocuparía frente a mí la profesional que cada siete jornadas atiende mis cuitas, atravesó los cristales esa característica luz amarillenta de las tardes zaragozanas. Esa lánguida energía suele distribuirse de manera hechizante por las esquinas de cualquier piso, sobre todo cuando es primavera y dan las seis. Allí no eran necesarios los relojes, de hecho no descubrí ninguno en la habitación. El tiempo de la sexóloga finaliza al llegar otro cliente. Cada sesenta minutos se escucha en la lejanía, al fondo del pasillo, el timbre de la puerta. Percibí que me sudaban las manos. Para relajarme, visualicé mentalmente los seis masajes que mi compañera sentimental y un servidor nos habíamos dado de manera recíproca durante las dos últimas semanas. Pensé que tal vez la sexóloga me cuestionara al respecto. ¿Habían llegado todos a buen puerto o alguno de ellos se quedó en agua de borrajas? Me humedecí los labios y respiré profundamente. Olía bien. ¿Aceite volátil? ¿Esencias? Se respiraba allí cierto aire oriental, pero no supe distinguir de dónde provenía el aroma. Una mesa de cristal y una silla de acero y metacrilato constituían el mobiliario del despacho. Colgaban de las paredes cuatro cuadros abstractos de autor desconocido, cuya firma me esfuerzo todavía en adivinar. Por muy bruñidas que hubiera dejado las lentes quedaban las pinturas demasiado lejos de mi sillón. Y eso que el cuarto era más pequeño de lo que parecía. Recuerdo que crucé las piernas y le di un par de vueltas más a la cabeza. Sobre la mesa, al entrar, había encontrado un manojo de folios impolutos. Junto a ellos descansaba un puñado de ejercicios, cuyo título me provocó cierta inquietud. ¿Cómo dibujarías tu problema? Bajo esta pregunta se extendía a lo largo y ancho del papel un marco grueso donde, sin lugar a dudas, el paciente tendría que bosquejar a lapicero una respuesta aclaratoria. ¿Cómo se dibuja la falta de iniciativa? Me sacudí las perneras del pantalón. Dibujar mi problema me pareció entonces tan imposible como averiguar el pintor de aquellas pequeñas obras de arte. Seguramente las habrían colgado aposta en las zonas más umbrías, para que los curiosos de vista cansada esforzaran la profundidad de campo de sus respectivos globos oculares. Volví a cruzar las piernas y en un descuido le metí una patada al pizarrín. No había reparado aún en el pizarrín, que dormía apoyado a mi izquierda contra la pared. Estaba jalonado de frases rápidas, colorados borrones producidos tal vez por la acción repentina de un trapo que yacía en el suelo y señales en forma de flecha, círculos, celdas cuadrangulares que encerraban conceptos. A tenor de la agilidad del trazo y del empleo de adjetivos tranquilizadores deduje que el individuo que me precedió, el que habría dejado caliente el lugar que ocupaba mi espalda, hubiera sufrido allí mismo una eyaculación precoz. ¿Sería contagiosa? La idea me pareció absurda pero me provocó un blancazo. Al principio se me nubló la vista y después, como si me hubieran puesto un muelle en la columna vertebral, despegué la chepa con cierto disimulo pero evidente aprensión. Intenté distraerme contando ángulos rectos. No quería mirar el respaldo pero tampoco lo pude evitar. Eché un vistazo rápido al tapiz malva de mi sillón orejero cuando escuché de pronto acercarse, pasillo arriba, los tacones de la sexóloga.
     —Y bien — comenzó cuando hubo tomado asiento—, qué tal estás. ¿Cómo te encuentras?

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