Pidiendo sangre
miércoles 23 de noviembre de 2011
Sergio Plou

  La perfecta sintonía en que viven la clase política y la financiera da la impresión de resquebrajarse en ciertos instantes, sobre todo cuando los depredadores se ponen agoniosos y reclaman a los gobernantes que aceleren las formalidades. Si algo desespera a los especuladores es la cachaza de los políticos, esos mayordomos y esas amas de llaves que actúan como aristócratas. Para los auténticos amos del cotarro, para los apoderados, los representantes institucionales son simples ejecutores de sus órdenes, así que no comprenden la cadencia, el ritmo y la música que emprenden a la hora de interpretar su partitura. A juicio de las grandes corporaciones, toda crisis representa una oportunidad de negocio, o dicho de otro modo, que no han organizado la estafa piramidal que estamos viviendo para quedarse a medias. No dan abasto y la «oportunidad» la pintan calva, por eso exigen medidas ambiciosas.

   El deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama, que así define el diccionario a la ambición, se ha ido multiplicando tras la burbuja que se produjo en Estados Unidos gracias a la crisis «ninja». Al recordar un calificativo tan oriental me viene a la memoria un señor canoso muy formal y arregladito, avispado y socarrón, que se atrevió a divulgar la economía de altos vuelos al pueblo llano, para que se hiciera una ligera idea del problema que se nos venía encima. Desconozco dónde se esconde este abuelo, porque salta a la vista que pierde una magnífica ocasión de iluminar al colectivo. Oírle hablar del increíble montón de paquetitos de mierda que se vendieron por el mundo conformaba una dialéctica tan deliciosa que acabó creando escuela. Si abriera el pico seguro que nos deleitaría con que aquella impresionante mangancia engordó de tal manera que adquirió proporciones mayúsculas y ahora la estamos pagando a escote y casi en silencio, como si estuviésemos tolerando algún proceso hemorroidal.

  La gente VIP, que apenas alcanza al 2% de la humanidad, invierte su dinero a plazos breves con el propósito de multiplicarlo con rapidez, colocándolo donde más les rente y moviéndolo de allí con presteza a mejores pastos. Un 6 ó un 7% de beneficio sólo pueden ofertarlo con cierta garantía las letras y bonos de los países europeos, subiendo y bajando al dictado de las compras que haga el Banco Central. Quienes tienen millones para jugar en este bingo saben que la deuda alemana sólo sirve como último refugio —no da ni el 2 %— así que está poco solicitada entre los especuladores. La tendencia de poner en jaque a los estados terminará cuando le den a la manivela de imprimir billetes de banco, pero a los jefes no les interesa todavía devaluar el euro. Aún no. Prefieren extraerlo de nuestros bolsillos mediante las primas de riesgo.

  Esta maniobra produce el plus de aumentar la competencia entre las multinacionales, las cuales van hundiendo a las pequeñas empresas —asfixiadas por la ausencia de crédito— sin mover un músculo. Continúan su pugna por alcanzar el monopolio mientras adelgazan al máximo sus plantillas, recortan gastos e inversiones y presionan como sólo ellos saben hacerlo para que desaparezcan los impuestos, dejando los beneficios en manos de intermediarios y enriqueciendo a un puñado de accionistas, los ricos de verdad, a los que les importa un bledo sus congéneres. El perjuicio es tan grave e insostenible, no sólo para la aplastante mayoría de la población sino para el sistema capitalista en su conjunto que, a fuerza de especulación, amenaza con llevarnos a todos por el sumidero. Cualquiera con dos dedos de frente es capaz de comprender la imposible tarea de crear riqueza ahogados por la austeridad, máxime cuando el sistema se basa en el comercio. Porque los supuestos consumidores, ante la ausencia de ingresos, difícilmente van a adquirir otra cosa que no sea un bocadillo de chorizo. Pero les da igual, siguen pidiendo sangre.

  Tras el absurdo triunfo del partido popular, esa oscura conspiración a la que denominamos mercados, reclama también medidas drásticas y radicales. Están empeñados en hacernos creer que existe una lógica entre aumentar sus beneficios y solucionar la estafa. Casi han logrado que aceptemos la fórmula del harakiri mientras afilan la espada y sin embargo, quienes evaden sus capitales con la misma ligereza que su responsabilidad, opinan que para dar un tajo lo mismo sirve un hacha que un cuchillo de cocina. Que sólo es cuestión de ponerse a la faena, no vaya a ser que se nos pasen las ganas. Y luego incitan a los ganadores a que no se corten un pelo.

  Si este país, que se ha convertido en la cuna de la indignación occidental hasta el extremo de que la exporta, ha terminado por entregar la yugular en las urnas, sería de tontos desperdiciar la «oportunidad». Ahorrar cuanto les venga en gana, hacer trizas la sanidad, la educación, el funcionariado y las prestaciones que gestionan, privatizando de paso los servicios que ofrecen y reduciendo el estado a su mínima expresión, es una manera fantástica de recaudar el dinero que luego van a embolsarse. Con la mayoría absoluta en el maletín, a los grandes magnates no les cabe en la mollera que los políticos pierdan el tiempo. Regodearse en el paripé de la democracia y no lanzarse al estrellato son ganas de hacer sufrir al cerdo en el matadero. Agilicen los trámites y procedan, lo están pidiendo a gritos.

    Agregar a Meneame  
Artículos
Primeras Publicaciones      1990      1991      1992      1993      1994      1995      1996 a 2001      2007      2008      2009      2010      2011      PORTADA
Cronicas         Críticas Literarias        Relatos        Las Malas Influencias        Sobre la Marcha        La Bohemia        La Flecha del Tiempo