Pornopolítica
martes 20 de diciembre de 2011
Sergio Plou

   Recuerdo un video que fue pasando de mano en mano hasta que terminó en mi buzón de correo electrónico. Al echarle un vistazo me encontré con la clásica entrevista de una cadena de televisión estadounidense. El locutor establecía un diálogo con el invitado al show, que ponía en tela de juicio nuestro comportamiento al utilizar la tecnología. El video estaba teniendo mucho éxito en las redes sociales, espacio virtual donde despertó variadas controversias. Llamó mi atención que las ideas expuestas pudieran ser tan dispares y que sin embargo, entre detractores y defensores, existiera un nexo común: la indudable brillantez del entrevistado en aquél programa. Para defender sus argumentos empleaba este hombre la potente herramienta de la ingenuidad y lo hacía con tal destreza que favorecía el humor hasta la carcajada, despertando al espectador de su abulia y emplazándolo a que fuera más extrovertido. Más humano. Empujándonos a vivir en el presente.

  Yo disfruté mucho este video, pero no caí en la perfidia de su mensaje hasta después de un rato. Si todo lo que nos ofrece la vida fuese gratuito, tal vez me maravillaría por viajar en avión —asunto que un servidor, por el miedo a las alturas, siempre ha tenido presente—, pero como cualquier avance sale en principio carísimo también me solidarizo con aquellos que se impacientan con los resultados o sufren las estrecheces que impone cualquier avance. Es hermoso volar, qué duda cabe, pero también es surrealista cuando despegas del suelo montado en una lata de sardinas. Comunicarnos gracias a un movil es un suceso fascinante, por supuesto, pero es ridículo cuando pagamos por hablar y el artilugio no funciona. Con la democracia ocurre tres cuartos de lo mismo. Podemos asombrarnos de la evolución humana, pero en la práctica se convierte en una broma. La tecnología, como la democracia, tendría que medirse por su funcionalidad. Cuando de verdad funciona correctamente es cuando causa asombro, no cuando falla.

  El parlamento empezó funcionando como una comunidad de vecinos, se convirtió luego en una junta de accionistas y ahora se parece mucho a una secta piramidal, sobre todo cuando se reunen los diputados para elegir al jefe. Los medios afirman que vivimos en un sistema de libre mercado y como el mercado está hecho unos zorros sólo queda de él la rapiña, su sinónimo más triste. En cambio a mí me parece que estamos sufriendo un lavado de cerebro sin tregua ni precendentes. Una estafa tan obscena como asombrosa. Y eso que los ladrones de guante blanco hace tiempo ya que pasaron a la historia. Se vinieron abajo con la cirugía contable y se dedican ahora a la magia financiera. Si nadie lo impide, el espectáculo terminará cuando acaben con las sobras. ¿Podremos escapar? ¿Nos pillará lejos? ¿Lograremos salvarnos de la quema? Quién sabe, la quema ya no se mide en hectáreas de patriotismo, funciona por gremios y subgrupos sociales. Y antes de prenderle fuego al bosque, recortan los mejores ejemplares y se descuartiza al resto.

  Tal vez por esa razón, el charcutero mayor del reino es aclamado por sus acólitos mientras afila el cuchillo y le atan el mandil, ya se retratará después cortando en lonchas a la clase media o abandonando a su suerte a los desfavorecidos. Ahora sólo vemos el momento álgido, su momentazo, donde Mariano —el nuevo jefe— despliega un discurso borroso buscando infructuosamente la épica, da igual que a la vuelta de la esquina funcione como una lamprea. No importa pero molesta. Molesta que al líder le hagan fotos mientras escribe en su pupitre, por eso afean su conducta a los fotógrafos, que no respetan la intimidad o le están buscando las cosquillas. En cualquier secta siempre hacen un intermedio para agasajar al triunfador, para que nos cuente entre alharacas cómo ha llegado al podio y lo que hará para mantenerse en el machito. El protocolo no cambia el paisaje político, es igual de pornográfico. Su hándicap es que resulta indigesto, excesivamente repetitivo, cansino en el fondo y hasta en las formas, produciendo la consabida falta de interés entre los espectadores. Tan sólo los especialistas de la gestualidad o los profesionales de la información encuentran cierto atractivo en observar a los políticos cuando se aplauden o interactúan, siguiendo sus maniobras y contemplando al microscopio sus tejemanejes. El resto se aburre enseguida o le entra la mala hostia, en algunos casos se producen ambos fenómenos simultáneamente.

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