El Cuaderno de Sergio Plou

      


domingo 11 de octubre de 2009

Reconstituyente




  A ciertas edades las fiestas de la patrona se convierten en un rollazo. Por santa y virgen que sea, acaba cayéndote gorda. Y no quiero ofender a la gente gruesa, que por lo común suele ser simpática, sino a las veneradas imágenes de piedra que ocupan columnas y frontispicios como si en algún tiempo remoto hubiesen gozado de poderes extraños, lo mismo da sub que paranormales. Ponerlas en tela de juicio todavía es tabú, de modo que resulta fácil hacer sangre o levantar ampollas, porque en ausencia de sus ventrílocuos todos los artefactos presentan dificultades para manifestar sus quejas. Si rezuman líquidos, la peña se pone como loca. Si de repente se pusieran a hablar provocarían una honda estupefacción entre sus admiradores. La Historia está repleta de intolerancias que nacen en religiones antiguas.

  Arrodillarse ante una estatua, llenar su pedestal de flores y luego encender mediante un interruptor unas cuantas bombillas, a estas alturas del milenio y con los avances científicos que hemos tenido la dicha de aprender en la escuela, es un auténtico anacronismo. Si realizamos dicho ritual con el hilarante propósito de chantajear emocionalmente a una creación artística —de mediocre factura—, cualquier genuflexión tendría que causarnos ya cierto pasmo. Pero si además intentamos conseguir que la figurilla nos conceda unos unos cuantos deseos, entramos de lleno en la excentricidad. Creo que llega la insania cuando proyectamos sobre ella tal cúmulo de animadversiones que hasta hacemos corto clavándole chinchetas.

  Como el animismo nunca ha sido mi fuerte, la patrona de la guardia civil, reina de la hispanidad y progenitora partenogenética del hijo de un dios, curiosamente sacrificado, me produce tanta extrañeza como la halterofilia. Sobre todo ahora, que existen las grúas, toros y carretirllas. Ésa diminuta señora, que aguanta en brazos a un niño cabezón y soporta en la cúspide de su azotea una horripilante corona, en la mejor de las suposiciones despierta pena, pues tan abyecta desproporción coronaria a cualquiera le provocaría inaguantables hernias discales. Ni en mis sueños más salvajes consiguiría una escultura despegar sus sandalias del la columna en que la instalaron unos sujetos lisérgicos, y menos aún para atender mis súplicas o endulzar mis melodramas.
  Si tuviéramos que medir en kilogramos un acontecimiento de tal calibre tendría igual peso literario que Rompetechos, el inefable personaje de los tebeos, que a fuerza de no ver tres en un burro se sube a una papelera creyendo que toma un taxi o habla con una farola como si fuera su madre. A los animistas les ocurre con las piedras que mantienen largas conversaciones. Imaginan que les responden e incluso les atribuyen capacidades fantásticas y aquellos que carecen de la imaginación suficiente, o porque se han encaprichado con ellas, las mandan a un escultor para que levante una imagen antropomorfa. Es tal el arrobo que produce entonces su contemplación que edifican capillas y santuarios para adorarla confortablemente, produciendo los joyeros réplicas en miniatura que adquieren los seguidores para colgárselas del cuello, nunca se sabe si a modo de lastre o como distintivo frente a otras creencias de similares características.

  Piedras no faltan en el planeta, de modo que la relación de los seres humanos con el cuarzo, el feldespato y la mica siempre es magnífica. Los cascotes lo mismo se veneran al peso y en bruto —mediante espléndidos catálogos— que se manufacturan hasta convertirlos en obras de arte. En cualquiera de los casos se utilizan también a modo de talismán. Incluso se veneran soberbios pedruscos procedentes del espacio exterior, meteoritos alrededor de los cuales giran millones de personas todo los años en estado de trance.

  Con el trascurso del tiempo, y con la ayuda de una publicidad adecuada, surge a su alrededor toda una pléyade de intérpretes, mediadores y comerciantes, que no sólo organizan su tenderete sino que les mete caña imponerlo a sus congéneres mediante festejos patronales y opíparas tripadas. De forma cíclica se marca en los calendarios la celebración de una piedra, esculpida o al natural, cuya única utilidad se reduce a considerar la fecha como no lectiva. Según el día de la semana que caiga se pueden empalmar varias jornadas de asueto o forzarlas a conveniencia para multiplicar el descanso. Comprendo que cualquier excusa es buena, pero la Historia está sembrada de personas que dieron la vida por las artes, la filosofía, la medicina y la ciencia en general, como para acabar celebrando ahora, en pleno siglo XXI, ciertos ritos creacionistas que nada tienen que ver con el Big Bang. Serán ingenuos y populares, pero huelen a naftalina.