Sana, sana, culito de rana
Crónicas
© Sergio Plou
jueves 27 de diciembre de 2007

  Hace un lustro que no pillaba la gripe. Entonces me deshacía del virus en una sola noche, una noche de Cabiria. Esa noche, de tener a mano un contador de vueltas, habría enloquecido a causa de la ansiedad y hubiera estallado después en millones de gotas de sudor, como hacía yo, que me despertaba en un charco. Inmediatamente introducía las sábanas y las mantas en la lavadora, lamentándome al mismo tiempo de que no cupiera el colchón, sin embargo en ese instante de higiene sentía que la gripe no estaba allí. Que había desaparecido. Ahora ocurre lo mismo pero en plan día de la marmota. Paso la noche sudando como un tocino pero los microbios, a la mañana siguiente, persisten en su actitud. Saben de sobras que no es fácil escribir con el termómetro bajo la axila. Se lo he dicho por activa y por pasiva, pero no me hacen caso. Ayer me pillaron con la guardia baja y me tomé dos aspirinas porque la cabeza me estaba matando. Cuando a mí me duele la mollera me pinchan hasta las sinápsis, de modo que me vendo al ácido acetilsalicílico igual que otros se alquilan al pacharán. Las aspirinas, una vez que llegan a la lengua, son para la gripe como las animadoras del baloncesto, algo patético. No dignifica a ninguna inteligencia sacar a la pista, se supone que para levantar la moral, a unas mozas en microfalda. El virus de la gripe, cuando ve llegar a las aspirinas, se parte de la risa porque lo único que no soporta es la fiebre. La fiebre, de hecho, es la asesina de la gripe. No sé yo cuánta fiebre podía alcanzar en una noche de hace cinco años, pero ahora con treinta y ocho y medio no le es suficiente. Y menos después de las aspirinas, así que vivo en un constante día de la marmota. Me entra la modorra en cualquier momento. Una especie de narcolepsia me empuja a tumbarme en el sofá, en la cama, en la silla y hasta en el suelo, para ver si me refresco sin tomarme una aspirina, porque la cagaría por completo. Aunque me digan que es mano de santo, soy incapaz de darme una ducha helada y menos aún cuando me asalta un escalofrío, síntoma inequívoco de que en mis procelosas oscuridades, allá cuerpo adentro, se está produciendo una auténtica charcutería entre virus y glóbulos. Una guerra que desconozco, por primera vez en mucho tiempo, si acabará esta noche o necesitará repetir el escarmiento, circunstancia que me lleva a maltraer porque no soy buen enfermo. No tengo costumbre y enseguida me avinagro, así que me lo tendrían que diagnosticar. No he visto a nadie que insulte a sus virus, ni tan siquiera que les hable. Esta vez he sido parco en las saturnales, no me he puesto ciego de gambones ni he salido repatando de la habitación buscando un camastro donde deglutir el bolo alimenticio. Así que no me he despertado con el estómago destrozado por los excesos. El cochino virus de la gripe, sin embargo, debía estar aguardándome en cualquier recodo del mundo para hacerse con mis últimos días del año. Para asustarme me han dicho que el día de la marmota dura, en el peor de los casos, una semana. Que es cuestión de zumos, caldos y miel, bálsamo de tigre, vipsvaporups y la tradicional vaporada de eucalipto. A mí me parecen loables todas estas medidas siempre y cuando se insulte mucho al bicho. Al fin y al cabo las personas somos una confederación de ridículos animalillos. Nos ha costado infinidad de siglos llegar a ser la miseria que somos como para que ahora venga un virus imbécil a complicarnos la existencia.

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