Sin pena ni gloria
miércoles 22 de junio de 2011
Sergio Plou
Artículos 2011

  Pensaba que en las diputaciones provinciales se desarrolarían unas broncas mayúsculas, pero estoy completamente «out». La verdad es que no interesan a casi nadie y estoy convencido de que muchos ni siquiera saben que existen. Sus oficinas están situadas en lugares céntricos y a menudo pasamos cerca de ellas o incluso nos sentamos en sus escaleras sin saber qué se cuece unos peldaños más arriba, al otro lado de la puerta. Las diputaciones provinciales son un viejo invento de Javier de Burgos —político de orígen granadino, director del periódico afrancesado El Imparcial, historiador y traductor— que en 1833, durante el reinado de Isabel II y bajo la regencia de María Cristina, llegó al cargo de Secretario de Estado con el entonces ministro Cea Bermúdez. Aquél decreto del 30 de noviembre promovía una administración «rápida y simultánea» dividiendo el mapa en provincias, cuyas demarcaciones establecieron territorios militares, judiciales y contributivos, en cuanto a la Hacienda pública se refiere.



Zaragoza 22 de junio
Salón de Plenos y Palacio de la Diputación Provincial.

  La rapidez y la simultaneidad del siglo XIX poco tienen que ver con la maquinaria tecnológica actual. Excepto en Madrid, Murcia, Asturias, Navarra, Logroño, Ceuta, Melilla y Santander, donde las diputaciones provinciales dieron paso a comunidades o ciudades autónomas, en el resto de la península aún conservan su vigencia como correa de transmisión económica entre los municipios, pero ante la aparición de nuevas estructuras comarcales reflejadas en los estatutos de autonomía, las viejas diputaciones parecen estar condenadas a la extinción. Las nuevas comarcas desbordan las fronteras de las provincias, las antiguas levantaron consejos y cabildos insulares en Baleares y Canarias o dieron lugar en el País Vasco a las diputaciones forales. En Cataluña se intentó incluso transformarlas en Veguerías, pero el Constitucional dejó sin efecto la postura de la Generalitat.

  ¿Para qué sirven hoy las diputaciones provinciales? O dicho de otro modo, ¿puede alguna otra institución desarrollar la labor que realizan? Por lo que se desprende salta a la vista que sí, tanto las comarcas como las instituciones autonómicas podrían llevar a la práctica sus funciones sin menoscabo de la atención pública. Se evitaría así un hándicap sustancial en la elección de diputados provinciales, que se reparte entre los concejales elegidos en los denominados «partidos judiciales». Estas entidades rigen la vida jurídica de una provincia según el número de habitantes, creando los juzgados de instrucción y de primera instancia. En la provincia de Zaragoza hay seis (Calatayud, Caspe, Daroca, Ejea, Tarazona y Zaragoza), entidades que no corresponden a las comarcas. Su elección es indirecta y colabora en la duplicidad de cargos, que en algunos personajes roza el éxtasis de triplicarse.

  La diputación zaragozana, constituida ayer en la antigua sala de Quintas, consta de 27 provinciales, 12 de los cuales pertenecen al PP, 11 al PSOE, 2 al PAR, 1 a CHA y otro a IU. La proporción municipal de Zaragoza respecto a las demás resulta aplastante: 16 por 4 de Calatayud, 3 de Ejea, 2 de Tarazona y uno más por Daroca y Caspe respectivamente. Los representantes se otorgan a los partidos políticos mediante la Ley d'Hondt, que anteriormente han dictaminado sus candidatos a esos puestos entre concejales y alcaldes electos. El presupuesto de la Diputación de Zaragoza durante 2011 asciende a más de 186 millones euros, un 13% menos que el año anterior, de los cuales tan sólo 8 irán a los consistorios de la provincia para que afronten sus gastos más corrientes. Luis María Beamonte, el nuevo presidente —del PP— ha comentado ya que gobernará con «firmeza y rigor». Ya veremos lo que entiende por firmeza y por rigor, pues las diputaciones provinciales son, entre las instituciones del Estado, las que reflejan el clientelismo de los partidos de una forma más evidente. Aunque llama la atención que resulten opacas al conjunto de la ciudadanía. No se explica de otro modo que, en las protestas del movimiento surgido el pasado 15 de mayo, las diputaciones provinciales hayan conseguido el inmerecido éxito de pasar de puntillas, sin pena ni gloria frente a la tormenta social.

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