El Cuaderno de Sergio Plou

      


lunes 29 de agosto de 2011

Sol, piedras y moscas




    Siempre sale a tu encuentro algún campeón, de los que dicen que se han hecho diez o veinte caminos, que se divierte a costa de los neófitos. Lo mismo te cuentan que en la subida a O Cebreiro hay que agarrarse a la roca con los dientes que en el próximo albergue conviene andarse con ojo porque ha cundido una plaga de chinches. Suele ser gente que no tiene con quien hablar y que ya no sabe qué hacer para entablar conversación con la primera víctima que encuentra. No son pocos. Es un deporte en el camino francés a Santiago el hecho de «compartir», ya sea la ascensión a una «mítica» cumbre, la pendiente más escabrosa, la merienda del más incauto, el cigarrillo del que se atreve a depositar el paquete a mano de cualquiera o lo que caiga. El caso es compartir, saborear el camino, disfrutarlo.

    Yo soy más proclive a la ermita que a la comunión, pero no me canso de compartir lo único que encuentro: sol, piedras y moscas. Las jornadas de sol rara vez no vienen acompañadas de barranqueras, donde aparecen las pesadas moscas que acuden al sudor como los osos a las colmenas. No le encuentro la gracia a comerse veinticinco kilómetros o más perlado en tu propia sal y perdiendo líquido mientras los insectos te lamen los poros, así que será difícil que al final de este tormento mire atrás sin ira y me satisfaga encima el panorama. Sin embargo, por donde quiera que vaya, me topo con personas dichosas, encantadas, enfebrecidas y hasta emocionadas por esta senda cuajada de pedruscos que no aporta al cuerpo otro cariño que el descubrimiento de un padrastro, el cual me nació ayer en el dedo gordo del pie derecho a modo de escapulario y que me acompaña desde entonces como recuerdo de ascensión al sobrecogedor pico de O Cebreiro. Y lo describo de sobrecogedor porque a las dos de la tarde, en pleno agosto y con un sol de justicia no se me ocurren mejores calificativos, no porque la llegada a Galicia sea de una dificultad endiablada.
   
Bicigrinos y arroyo en As Ferrerias

   
Frontera galega y pallozas en O Cebreiro

   
Improvisado tendedero en albergue y desfile de vacas en Viduedo

    El denominado Camino de Santiago es un sendero popular, de manera que es común rozarse con individuos sin ninguna preparación física que, por ridículo que parezca, logran acabar el recorrido. Ya sea troceando la ruta por anualidades o viajando en bici, incluso haciéndose llevar la mochila por la empresa «JacoTrans», cuyo operario se adentra alegremente en las cafeterías y albergues gritando que acarrea mochilas, bicicletas, farlopa, hachís, marihuana o lo que te venga en gana hasta el próximo albergue. Hasta los ancianos se alquilan una Kangoo para pillar la compostela, así que por poco lo dejas.

    Podría escibrirse una biblia relatando tan sólo el carácter de los hospitaleros y el tono de los albergues, el de la Piedra en Villafranca del Bierzo, llevado por una parejita heterosexual muy hacendosa, no sólo es económico sino que resulta muy agradable, además te obsequian —literalmente— con café a tu capricho, raro de ver en una ruta tan mercantil y turística. En cuanto a los usos y costumbres de los peregrinos es facil de apreciar que el uso de calzones y bragas acaba sornando a ambos géneros, produciéndose pintorescos cuadros en los sitios más variopintos. Es común también que pronto se pierdan remilgos y melindres a la hora de miccionar y defecar en cualquier parte. De estos asuntos no hablan las guías, pero sorprende que la imaginación humana coincida en elegir retretes esporádicos. Todos nos conchabamos en hacer nuestras necesidades detrás de los mismos matorrales, los mismos árboles y las mismas piedras. El papel higiénico nos delata.

    De Ponferrada, varias jornadas atrás, no he dicho ni Pamplona porque el albergue me dejó sin habla. La entrada a Galicia por O Cebreriro no fue para tanto como se presumía, ya lo lamento, me hubiera gustado cantar sus alabanzas hasta que no me cupieran en la boca, pero las moscas de la ascensión, que rodeaban sus hermosos brezales y helechales, sus enormes castaños del principio, cuando al salir del Bierzo entrábamos en Os Ancares por una larga pista de bosleigh que iba paralela a la carretera nacional, tampoco es como pra batir palmas con las orejas.

    O Cebreiro es un pueblo dedicado íntegramente al turista, con sus pallozas repletas de recuerdos para el peregrino (conchas, chirlas y almejas de todos los colores y los tamaños imaginables se venden al por menor para decorar las casas, los coches y las mochilas). Lo más interesante del lugar fue el caldo galego que me zampé tras meterme una ducha en el albergue (donde tendimos la ropa dentro, porque no se secaba nunca). Un caldo con sus alubias, sus patatucas, su lacón y sus grelos, levanta a un muerto y al amanecer, el espectáculo de la bruma rodeando el pueblo era tan misterioso que era imposible no imaginar un mundo de meigas. Ahora escribo la presente desde Triacastela, calculando ya que tal vez el próximo domingo día 4 estemos en Compostela y el miércoles en Finisterre. Mañana pasaremos por Sarria, donde muchos advenedizos empiezan el trote con el propósito de llevarse el papelito que les acredita como peregrinos natos. A partir de ahora esta epopeya tendrá rasgos de «overbooking» y melodrama. Ojalá me equivoque.