Tocándonos la relojería
Crónicas
© Sergio Plou
sábado 29 de marzo de 2008

   Desde que al Estado se le ocurrió la estúpida gracia de cambiar la hora suelo escribir un par de crónicas — una cuando me la roban y otra cuando me la devuelven — reflejando lo mal que le sienta a mi cuerpo este cachondeo, pero me ocurre lo mismo que a Manuel Vicent con su europea repulsa taurina, que se la pasan los gobernantes por el forro de mis sueños. Mis sueños no entienden que por ley haya que tocar ese mecanismo tan sutil y maravilloso que utilizan de manera automática las criaturas que pueblan este planeta, un mecanismo invisible que se sincroniza con la salida y la puesta del sol: el reloj circadiano. Como a estos señores les importa un bledo nuestra salud y nuestra cordura, para ahorrar unos céntimos en el recibo de la electricidad a las grandes industrias nos engañan a todos jugando a ser los reyes del universo. Los enfermos, los bebés y los ancianos sienten que algo muy extraño está desarrollándose a espaldas del mundo cuando aleatoriamente y sin una explicación natural llega un día en que cualquier suceso de su rutina cotidiana se retrasa cuando hace frío o se adelanta cuando llega el calor. No hay otra explicación que la temperatura ambiental, aunque el cambio climático desbarata cualquier hipóteis que pudieran sugerir nuestras alocadas neuronas. Desde las pastillas de la tensión a la última tetada, gracias a un decreto y en fin de semana, cualquier suceso fisiológico se proyecta quince grados por delante o por detrás del meridiano habitual, de modo que los niños berrean de hambre durante sesenta minutos o no sienten ninguna gana de amorrarse al pilón sesenta minutos antes. Los abuelos desfallecen mientras tanto en su sillón orejero a la espera de que llegue su dósis. O bien reciben de pronto un chute inesperado de ese fármaco que su cuerpo está acostumbrado a necesitar sesenta minutos después. Da lo mismo, ¿a quién le importa? Cabe entender — parodiando los cómics y las películas de Supermán —, que algún sujeto dotado de capa voladora y fuerza descomunal, estará girando en esos precisos instantes a la contra de la órbita terrestre y que logrará detenernos durante una hora con el estúpido propósito de ahorrar unos kilovatios de electricidad. O que a una velocidad de vértigo este Supermán imaginario revoloteará en sintonía con el eje del globo y por todo el morro duplicará la marcha planetaria hasta colocarnos una hora por delante. Ésto sí que es viajar en el tiempo y lo demás son tontadas. A los jefes, sin embargo, les parece mucho más simple que millones de súbditos cojan sus relojes de pulsera, sus móviles y sus despertadores, obligándose a jugar un rato con las manecillas o lo dígitos de estos artilugios. Es mucho más fácil que gastarse un pastón en construir un superhombre o en originar un improbable agujero de gusano en un acelerador de partículas. De existir tamaña poibilidad, podrían meter allí a las industrias de sus amores y que ajenas a las simplezas del común de los mortales, en un horario sin noches, que siempre les será más propicio, desarrollen sus magnas actividades y multipliquen a su antojo sus pingües beneficios. Es una pena pero no será así. De la misma forma que a nosotros nos costará conciliar el sueño esta noche, o nos acostaremos igual que siempre pagando el pato mañana o el lunes, habrá gente entusiasmada que dormirá imaginando inventos mucho más penosos para sus congéneres. Creerá además que nos está haciendo un favor. Sin ir más lejos, al que se le ocurrió la soberbia idea del teléfono móvil ya está trabajando en su implantación física. Confunde la telepatía con un chip que se ajuste a nuestros cerebros como una sinápsis más de nuestras neuronas. Se llama Martin Cooper y quiere controlarnos desde el nacimiento. Le gustaría que viniéramos al mundo con un número de teléfono grabado en el subconsciente y que no tuviéramos siquiera que marcar los digitos de nadie para contactar con el hospital, el banco o la perrera. Desconozco la causa, pero cada vez que me entero de que alguien pretende resolver de un plumazo todos nuestros problemas se me pone la carne de gallina. Imagino que se cuelan en mi sesera los anuncios más disparatados, que me asaltan la libreta desde cualquier cabeza, que manipulan mis emociones, mis pensamientos o mis deseos por control remoto sin que pueda hacer nada por evitarlo. Incluso que me cambian la hora del teléfono cerebral varias veces al día y me convierto en un zombi, un guiñapo, un títere al servicio de gente deforme y muy extraña.

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