Toda la noche lloviendo
Crónicas
© Sergio Plou
sábado 10 de mayo de 2008

       Hace tiempo que no pasaba toda la noche oyendo llover. A estas horas todavía cae el agua, pero es una pena que no se escuchen rayos ni truenos. Aun con todo me resulta agradable vivir en una pluviometría constante, no es frecuente. Aunque no haya banda sonora, igual que en mi ordenador nuevo, podría estar varios días cayendo el agua que no me importaría en absoluto. Sin embargo, y con mucho dolor de corazón, devolveré la computadora el lunes a la tienda. No es que me estén mareando ocurre que no tienen ni repajolera idea de cómo resolver el problema y se hacen los locos. Acaso esperan que me canse y me lo coma sin patatas, pero detraeré el importe de la tarjeta de crédito y a otra cosa mariposa. A este tipo de conducta profesional lo calificaba mi padre de «informalidad». La informalidad es una de las escasas materias en las que estábamos de acuerdo. Bien es cierto que la informalidad paterna era sucinta de albergar en sus sinónimos cualquier concepto peregrino, de todas formas se libró de sentir en sus propias carnes la invisibilidad de algunos comercios, donde te atiende una máquina o te habla una grabación, a mi padre le parecía una imprudencia tratar con humanidad a los cacharros. Un servidor, en cambio, ha reducido siempre la informalidad a la falta de escrúpulos comerciales. O sea, a la desidia empresarial o al robo mondo y lirondo. Ir bien vestido o llevar en la muñeca un reloj de oro no me dice nada respecto a las cualidades de un individuo. Es más, me tira de espaldas y me hace sospechar. Los clientes que pagan tienen unos derechos obvios y el principal estriba en que los productos que adquieren funcionen adecuadamente. Si no es así, el vendedor queda obligado a devolver el importe y puede dar gracias de que no le demandes por daños y perjuicios. En una sociedad de consumo todos acabamos siendo clientes igual que tarde o temprano, en el tráfico que soportan las ciudades, todos somos peatones, de modo que nos conviene jugar limpio y respetar las más elementales reglas de convivencia. Entre otras razones porque «el dinero no crece en los árboles». Cuando mi padre, que en paz descanse, soltaba este ripio yo me imaginaba una enorme arboleda, cuyo mayor problema no radicaba en hallar árboles que dieran dinero sino en encontrar entre tantos frutales el que ofreciera precisamente la divisa que estabas buscando. Intuitivamente sabía que la pasta de papel no sale de otro sitio que de la propia madera y que para cierta peña el hecho de llenarse los bolsillos de billetes no tiene mayor conflicto que encontrar el árbol adecuado y varearlo con energía. Steven Pinker, al que sigo leyendo con prudencia cuando me queda un rato, habla de los nichos económicos igual que otros escriben de minas. David Christian, enciclopedista actual, también está convencido de que las personas constituyen un filón para sus semejantes. Lo bueno que tienen los tiempos actuales es que nadie discute sobre la explotación de los seres humanos, se da por supuesta y se analiza científicamente. Ni siquiera causa horror contemplar lo que pasa en Birmania o en China, es un hecho probado y como tal se estudia en las facultades. Las ideologías se han quedado viejas en comparación con la ciencia y la información. Más que agitadores hoy hacen falta divulgadores, gente que nos explique con palabras que podamos comprender lo que está ocurriendo y hacia dónde nos dirigimos. Otra cosa es que la publicidad pretenda engañarnos constantemente. Como cualquier biblia o libelo, la publicidad engatusa nuestros ojos en busca de generar una emoción ficticia. Somos simios y nos encanta todo lo que brilla. Nos dejamos deslumbrar desde pequeños por fulgurantes juguetes, cuya mejor cualidad es hacernos pasar el rato mientras nos dan por el culo. Puede sonar ordinario, pero las imágenes simples son a menudo las más efectivas. Cuando te pasas la noche oyendo caer la lluvia te das cuenta de la fascinación que ejerce la naturaleza sobre los monos. En medio de este montón de cemento en el que vivimos pasamos por alto lo fundamental y nos refugiamos en nosotros mismos tratando de buscar respuesta a las emociones básicas. ¿Qué es lo que quiero? ¿Soy feliz? La felicidad, como cuenta Punset, es un estado más o menos efímero que nace del arrobo. No suele ser más feliz el que más tiene sino el que menos necesita y aunque me conformo con un ordenador mudo lo cierto es que tampoco resulta imprescindible. Te concentras mucho más si no hay sonido, también es verdad, pero la creación del volumen ofrece mayores prestaciones en otros artefactos y a veces se echa en falta una canción. Los primates tenemos el defecto de ser comunicativos. Al bajar de los árboles terminamos construyéndolos de nuevo con ladrillos y aunque puedo conformarme con tener una ducha propia de gente anoréxica tal vez estuviera más contento con un ordenador que hable. Ya tengo suficientes problemas de comunicación como para añadir uno más a la lista.

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