Un agosto sin sombrilla
Crónicas
© Sergio Plou
jueves 14 de agosto de 2008

     Estoy viviendo un mes de agosto atípico. No porque me haya quedado en casa, que es habitual, sino por las actividades exponáuticas a las que me entrego como cualquier hijo de vecino. Escenográficamente me parece bonito el pabellón de Kazajistán, los mauritanos también se han metido un buen curro con el suyo, pero el único verdadero es el de los suecos y eso que está más patrocinado que una película de televisión. El de España es made in la Caixa, así que cualquier día lo sacarán de gira por la península. Por lo demás sigo instalado en mi línea anacoreta, no vayan a pensar. Despegarme del ordenador requiere cirugía y por cambiar de algún modo me he lanzado a tumba abierta sobre otro proveedor telefónico, más económico que el de toda la vida y que permite enchufar más de un artefacto informático a la conexión sin perder apenas capacidad en banda ancha. No hago más publicidad de la nueva compañía pues estamos a prueba y no es cuestión de lanzar las campanas al vuelo, el tiempo dirá si es tan maravilloso como lo pintan o si acaba en un bluf. Crucemos los dedos. Deportivamente hablando presto poca atención a los Juegos. Los comentaristas dicen muchas tontadas para llenar los silencios y cuando veo a las gimnastas chinas me dan pena, no lo puedo evitar, pienso que les han jodido la infancia y así no se disfruta nada. Después está la guerra petrolera del Cáucaso, que cada día que pasa tiene peor pinta. Les cuelgo a pie de página un nuevo video de los conspiranóicos, que con un helado y a la fresca acortan la chicharrina y dan que pensar, que las neuronas también necesitan hacer ejercicio.
     Estuve viendo el pasado martes al abuelo don Darío, ilustre premio Nobel, en el Palace de la Expo, donde hace unos días se despeñó sobre el patio de butacas un técnico de sonido y al que el señor Fo le dedicó la función. Fue un lujo tener entre nosotros a semejante bestia cómica de la escena. Nos dedicó una charla de casi dos horas, jalonada de un sentido del humor envidiable para sus más de ochenta tacos, donde pudimos comprobar además que sigue pintando y dando caña a los políticos-basura de Italia y del resto del mundo. Sacudió a Berlusconi y a otros de su cuerda, ironizó abiertamente contra todos aquellos que intentan salvarse de la cárcel desde el poder y que lo utilizan en su propio beneficio. Señaló al Papa como un individuo lamentable y nos hizo pensar sobre el desastre que nos viene encima, el apocalípsis de la contaminación y el fin de las energías derivadas del petroleo. Cuando el que alerta del peligro es un Nobel, aunque sea un comediante, parece que se le escucha mejor. Se agradece encontrar delante, como él mismo se calificó, a un pesimista convencido. Se siente uno menos idiota de lo que es cuando oye sobre un escenario hablar de los últimos acontecimientos internacionales. También es verdad que a la mayor parte de los que estábamos allí no necesitaba el hombre convencernos de nada, tales eran los aplausos y las sonrisas de complicidad, pero me dejó estupefacto la ingenuidad de sus argumentos.
     Darío Fo está convencido de que vamos a sufrir en nuestras carnes un mayúsculo calvario, pero que siempre podremos presumir de haberlo provocado nosotros mismos. Incluso llega a concluir que más allá de la tragedia tendremos la suerte de asistir a un nuevo renacimiento. De hecho no nos quedará más remedio que fortalecer la inventiva si queremos salir adelante. Augura proféticamente que el dinero no tendrá sentido y que volverá el trueque. Que los coches darán paso a numerosos ingenios de transporte, que se despoblarán las ciudades y acabaremos volviendo al campo. Será después de una fabulosa sangría, o tal vez de pronto, quién sabe. Puede que llegue un día en que pulsaremos el interruptor de la luz y no se encenderán las bombillas. Se pudrirán los alimentos en la nevera, convertida de pronto en un armario y el trabajo, tal y como lo comprendemos hoy, será una estupidez. En la interpretación de Darío Fo llega un instante en que casi nos hace desear que todo nuestro modo de vida se vaya al garete. Da la sensación de que nos alerta, en cambio, sobre nuestra falta de habilidades. ¿Sabremos hacernos un pan? ¿Cómo se plantará un tomate? La brillantez, en todo el flujo de su avispada conversación, destella memorables momentos de lucidez cuando crea comparaciones selváticas. Los seres humanos corrientes y molientes se convierten en cebras que huyen de los depredadores más felinos, leones que lo mismo asemejan a grandes financieros que a gobernantes sin escrúpulos. Vemos huir al cómico de las bestias que lo persiguen asestando coces e incluso soltando el vientre de puro miedo, con la fortuna de asestar un buen pezuñazo en el hocico de su oponente y dejarle en los morros un buen pedazo de mierda. En su monólogo hará un alto para añadir que no es muy educado escapar de una forma tan poco elegante. Al fin y al cabo todos los animales de la selva, imbuidos de la moral imperante, esperan de la cebra que sea devorada con gracilidad y no que se zafe de la muerte con malas artes. ¿Tendrá la cebra que dejarse comer viva para no defraudar las expectativas de belleza que han depositado en su grupa el resto de los animales? Desde luego no estamos para cuestiones de diseño en estos momentos aciagos. La educación no es útil en la huída y la moraleja que exigen los gobiernos y los empresarios a las clases menos pudientes es completamente absurda dentro del duro cuento que estamos viviendo. Podemos reírnos mucho pero es difícil ser optimistas, y don Darío nos lo recuerda constantemente. Antes, durante y mientras le aplaudíamos.

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