Zona Menos Uno
Crónicas
© Sergio Plou
sábado 19 de abril de 2008

     Al grito de «¡alto, policía!» un sujeto con chupa vaquera y luenga melena blanca acaba de insertarle las esposas al hermano de un vecino de color al pie mismo de mi ventana. Eran las diez de la mañana y los empleados de la limpieza pasaban su incómodo escobón por las aceras. El estado precrítico de la Expo llama a mi puerta. Al otro lado del globo, mientras tanto, un tal Mike Flemming de veintiocho tacos y de profesión vagabundo, se encuentra en la basura los planos del nuevo rascacielos que pretende levantar en la Zona Cero la World Trade Center. El hemano de mi vecino senegalés, por lo visto, debe ganarse la vida vendiendo costo al por menor y salía de casa para hacer alguna visita. Al grito de ¡alto! no supo muy bien qué hacer. Aquel individuo blanco y enjuto que se le venía encima echando el bofe lo mismo pretendía darle el palo, así que notó cómo le subía el corazón a la garganta e hizo ademán de echarse a correr. Entonces el hippie añoso de la secreta desenfundó su arma reglamentaria, que llevaba a la espalda y dio la voz de ¡policía! que atronó al vecindario igual que si estuviéramos en Harlem.
     El hermano de mi vecino senegalés se arrimó al cubo de la basura y se desprendió con todo el disimulo que pudo del material que portaba en los bolsillos. Al escuchar las voces en el silencio del barrio, yo había abierto una de las celdillas de mi ventana y observaba de reojo en un corto primer plano toda la secuencia de la película. Temiendo, claro está y todo sea dicho de paso, que se escapara algún tiro y me desgraciaran la mañana. En décimas de segundo entró a contradirección un coche patrulla, subieron al chaval al vehículo y se fueron a toda pastilla. Fue visto y no visto. El secreta le tomó los datos a un barrendero para que acudiera con él al cuartelillo, dado que presenció desde la acera de enfrente el cortometraje completo y mientras hablaban acordonó con una cinta el cubo de basura de mi comunidad. Mike Flemming, allá en Manhattan, se topó con una ristra de planos de la Torre de la Libertad y se le agrandaron los ojos hasta adquirir el tamaño de dos aceitunas sevillanas. No podía creer que aquellos documentos confidenciales, cuyas estampillas de caucho habían grabado en malva la expresión «confidential» al inicio de cada pliego, pudieran acabar en aquel cubo igual que las tabletas de hachís terminaban en la basura al otro lado del Atlántico.
     Desde mi ventana vi llegar un utilitario del que bajó un joven en camiseta de manga corta portando un maletín de cantoneras metálicas. Su cara me sonó vagamente familiar. Nada más pisar la acera se calzó unos guantes de latex y entonces recordé que era el hermano pequeño de los Dalton. A los Dalton, en el colegio, los llamábamos así porque eran calcados a los personajes de Lucky Luke. No sabía entonces que uno de ellos terminaría ejerciendo de agente en la Policía Judicial. La Judicial es una réplica del CSI a escala del valle del Ebro. Mientras el vagabundo neoyorquino gastaba sus últimos céntimos en una cabina telefónica llamando al Washington Post, el pequeño de los Dalton, cuyo nombre no recordaba, se quedó con mi cara y me lanzó una sonrisa. «Buenos días, Plou» me dijo. «¿Qué haces levantado tan pronto?» El carrilano del norte de América tuvo serias deificultades para expresar a la telefonista el tesoro que acababa de hallar en sus más preciados dominios. Quiso dárselas de patriota pero en realidad esperaba alguna gratificación por su callejera labor periodística. «Ya ves, creía que estas cosas sólo pasaban en Manhattan», contesté al menor de los Dalton desde mi ventana. «¿Hace una Mirinda?» Él me miró perplejo y yo le puse cara de guasa.
     Tras media hora larga de explicaciones y después de conectar con el redactor de noticias locales del Post, Mike Flemming se ensalivó las manos y se repeinó frente al escaparate de un Mc Donalds aguardando la llegada de un chupatintas. Entre tanto yo le acerqué un vaso de naranjada de bote al joven que trasteaba en mi cubo de la basura. Se lo bebió de un trago largo y me devolvió el recipiente, había encontrado un ladrillito marrón envuelto en film transparente y se disponía a introducirlo en una bolsita de plástico provista de autocierre. «¿No es demasiado despliegue para tan poca cosa?», le pregunté con sorna. «Es por la Expo», me replicó. «Estamos en fase precrítica». Noté cierto retintín en su comentario pero tal vez fuera mi natural disposición a sacar punta de un clavo romo. Después de garabatear unos números con un grueso rotulador negro, guardó la bolsa en el maletín, se despojó de los guantes y los arrojó al mismo contenedor que acababa de husmear. «¿Qué quieres que te diga? Es lo que hay», se disculpó. Me dio las gracias, nos estrechamos las manos a través de la reja y luego montó en su vehículo. El día estaba gris y anunciaba tormenta.

Crónicas
2007 y 2008 2009 a 2011
Artículos Críticas Literarias Relatos Las Malas Influencias Sobre la Marcha La Bohemia La Flecha del Tiempo