El Cuaderno de Sergio Plou

     

domingo 6 y lunes 7 de diciembre de 2009

Vanuatu, «mon amour»

de Auckland a Port Vila, la capital
En la isla de Iririki



































    Escribo esta crónica desde la terraza de madera de un palafito, frente al brazo del Océano Pacífico que separa las Isla de Iririki y el puerto de la capital del archipiélago de Vanuatu, Port Vila, que apenas roza las treinta mil almas.

    Me llega el sonido del motor de la barcaza que une la isla con la ciudad cientos de veces al día. Se levanta una brisa menuda y comienza a llover de una forma melancólica, intrascendente.

    A un kilómetro escaso se dibuja la orilla opuesta, que alumbra su ribera con luminarias navideñas. Estoy en calzoncillos y camisa de manga corta, un poco sudada, que se me pega al cuerpo. Tomo un café frío, que me acabo de hacer, en el lodge, mientras Helena duerme a pierna suelta. Son aquí las 11 y media de la noche del martes, la una y media de la tarde del lunes en la Europa mediterránea, es noche cerrada y época de lluvias en la Melanesia.

    Hace calor, aunque es soportable, y debes tener cuidado de no deshidratarte. A mi alrededor se cimbrean las palmeras y tres árboles enormes, que cubren por completo el techo, y de los que desconozco sus nombre. En este país, cuando dices que vienes de España, abren los ojos como platos. Llega algún italiano, alemanes y daneses, algún francés desde Nueva Caledonia, que está al sur de estas islas, ochenta y tres, que componen un país casi virgen todavía, volcánico, con cinco conos candentes que provocan terremotos de cuando en cuando.




    Muchas veces he hablado de que las gentes de Nueva Zelanda me parecían silvestres, pero nada comparable con los lugareños de Vanuatu, que hablan bajito por lo general, en un idioma ininteligible, aunque saben inglés y francés, debido a la colonización que sufrieron de ambas potencias. Ingleses y franceses formaron en Vanuatu una colonia compartida, un condominio, casi los dejaron sin sándalo, muy preciado en los mercados de aquella época.

    Vanuatu es distinto de como lo imaginaba. ¿Un Edén, como dicen los neozelandeses? Sin duda, pero depende de lo que uno entienda por el paraíso.

    El primer chasco que sufrimos al aterrizar en Port Vila es el común a cualquier occidental que pasa del Primer Mundo al Culo del Mundo, porque no veníamos de un Primer Mundo mondo y lirondo, sino de la crême. Nueva Zelanda y Vanuatu son como el punto y la "i". Es como salir de Berlín y aterrizar en Minsk. Y hablo de Berlín, porque es la distancia que hay de Port Vila a Auckland, la misma que de Zaragoza a Berlín.

    El salto a Vanuatu ha sido un brinco fabuloso, cuyo vuelo duró cuatro horas y pico. El desenlace en la aduana empezó con doble pie. Nos recibieron unas lugareñas en la cola de los pasaportes bailando canciones melanesias, sólo les faltó colgarnos al cuello un collar de flores, como hacen en Hawai, pero la cagamos con el empleado de la frontera. Para entrar en el país hay que llevar encima el billete de vuelta, y como lo hicimos por internet, deprisa y corriendo, no nos dio tiempo a imprimirlo. La diferencia entre el Primer y el Tercer Mundo es el acceso a la tecnología. Por activa y por pasiva le comentamos a un señor bien entrado en carnes, de rasgos amplios y faz de pocos amigos, que teníamos el "booking reference" y toda la gaita, que saldríamos el próximo día 13 con destino a Auckland, pero le importaba un rábano. Necesitaba, literalmente, el papel.


    El aeropuerto de Port Vila, aunque sea internacional, no tiene wifi ni wifa. Internet es allí un esparcimiento de ricos y sin un papel (negro sobre blanco, amenazaba el señor, cuya paciencia cayó por los suelos tras cuarenta minutos de intentar entendernos en distintas jergas) no podríamos entrar en el Edén.

    Tras una batalla dialéctica sin parangón en las aduanas modernas, donde reinan los escáner, los rayos equis y te miran con lupa hasta las muelas picadas, en Vanuatu nos enfrentábamos a un sujeto entrado en lorzas -como gusta por estas tierras, no en vano celebran festines matando cerdos a mansalva- terminamos por conseguir que nos flanqueara la entrada pagando una fianza de cinco mil vatus, que al cambio son unos cuarenta y cinco euros.

    En nuestra vida habíamos visto de cerca un solo vatu, y menos en la cartera, de modo que le preguntamos si valía dejar al cambio la misma cantidad en dólares neozelandeses, o en euros. Y por lo visto no valía. Allá que estuvimos en dura cháchara haciéndonos entender en dos modalidades de inglés completamente diferentes, el espanglis y el vanuatunglis. ¿Cómo diantres podíamos pagar la mordida si no cambiábamos el dinero? Alguna luz debió abrirse en la mollera del individuo que nos dejó pasar para sacar la pasta, asegurándonos que nos haría un recibo que, al salir del país, nos permitiría recuperarlo. Para entonces ya estábamos los tres, el tipo y nosotros, con los nervios de un oukelele, porque las cancioncillas de las alegres lugareñas estuvieron amenizando la polca durante toda la discusión fronteriza -en todos los sentidos fronteriza- y porque si llega a durar más a todos se nos habría calentado la sangre, pudiendo acabar el entuerto como el rosario de la aurora.






    La cola en la que estábamos quedó reducida a nosotros solos. El resto del pasaje había pasado el control, y conseguimos el milagro de cruzar sin abonar un clavel de tasas ni presentar billete de vuelta, logrando de este modo terminar con la paciencia del funcionario y sin que en ningún momento llamase a las guardias para que nos fusilaran allí mismo.

    En descargo de los lugareños diré que ciento cincuenta mil europeos viven en Vanuatu de manera alegal y a tenor de la complejidad del territorio es muy difícil echarles el guante. Por eso ponen tantas trabas cuando se presentan dos hispanoparlantes con una mochila como equipaje y asegurando tontadas, sin presentar el billete de vuelta ni pagar un céntimo de fianza. El caso es que a la hora larga, tras haber provocado una considerable retención en la frontera y después de que un empleado del aeropuerto nos trajera galantemente la mochila, olvidada en la cinta de equipajes, hasta nuestras manos, conseguimos salir del aeropuerto a la calle, donde nos comimos -más que nos fumamos- un par de cigarrillos. El paraíso se dejaba querer.

    Delante de nosotros contemplamos un paisaje verde y semivacío, con escasos vehículos, dos taxis -llamarlos taxis induce a error- colectivos y varios paisanos que nos miraban de soslayo, para ver qué hacíamos y hacia dónde nos íbamos a mover. Llevávamos la intención de acudir a la Oficina de Turismo de la capital, y así se lo dijimos al conductor que se nos acercó para llenar su vehículo con dos nuevos turistas por 2.500 vatus el trayecto (échale veinte euretes), petición que al chófer le pareció una excentricidad pero que le importó un bledo.

    Cuando abandonó a los pasajeros que previamente había colocado en su taxi, una vez a solas y en la más estricta intimidad, nos aseguró que si queríamos nos llevaba a la Oficina de Turismo pero que si pretendíamos recibir alguna información íbamos listos. Mientras descifrábamos qué demonios hablaba aquél hombre, cuyo inglés apenas audible era similar al de un isocarro —ya por la musicalidad propia del vehículo o por los gargajos que iba escupiendo por la ventanilla a medida que hablaba— se nos antojó el país similar a la Guatemala de los años 80, regada por una lluvia fina pero constante que empapaba paisaje, personas y chapa.

    A través de las ventanillas observamos escasa circulación, y la que funcionaba se movía por la fuerza con petróleo, al modelo cubano, y creando enormes vaporadas negras al combustionar. Sus gentes, recién salidas de una sopa, deambulaban por las calles en chanclas buscando refugio y las casas, al modo antillano pero en cutre, reflejaban por las ventanillas un panorama desolador. Al llegar a la mítica Oficina de Turismo, nuestro amigo conductor se apeó del vehículo y construyó para nosotros una pequeña pantomima consistente en llamar al timbre, echar un vistazo a través de los cristales y repetir constantemente la palabra mágica: "Sunday". Al fin comprendimos lo evidente, que los "sundays", al contrario que en Nueva Zelanda, no trabaja en Vanuatu ni Blas. Pero en fin, nosotros lo habíamos querido así. Aflojamos los vatus (que habíamos cambiado al lograr pasar la aduana) y nos quedamos con la mochila al hombro en medio de un erial, verde, eso sí, pensando en cuál iba a ser nuestro próximo movimiento. Si es que nos quedaba alguno, salvo enrocarnos en las puertas de la Oficina de Turismo a esperar que llegara el lunes.

    En todos los viajes, y más en uno que te lleva hasta las Antípodas, e incluso más allá de ellas, hay siempre algún momento en que tocas fondo. En Nueva Zelanda, había tras un fallo una esperanza de arreglo. En Vanuatu, el culo del mundo, el Edén neozelandés, comienzas metiendo la gamba hasta el corvejón y de pronto todo el panorama comienza a mejorar hasta el delirio. Cuando has entrado en barrena sólo cabe mejorar, y es lño que hicimos, nos pusimos a andar al pedo, mirando dónde, cómo y para qué, y en ese preciso instante se nos apareció entre los ojos la isla de Iririki. Desde aquí estoy escribiendo durante besta noche larga de diciembre, en pleno puente de la señorita Constitución, que compite con las vírgenes y santas madres divinas allá en España, observando en la negrura del Océano Pacífico, frente a la costa de Port Vila, cómo va y viene la barcaza desde la capital a la isla, y viceversa, entre árboles enormes de monstruosas lianas y palemeras no menos grandes, repletas de pájaros con ojos amarillos que me observan en la oscuridad, y echándome de cuando en cuando repelente contra los mosquitos, por si las "flayers", que tienen su peligro.




    A las gentes de por aquí les gusta cómo hablamos entre nosotros, porque en su vida han escuchado a nadie hablar en castellano, salvo en alguna ranchera que hayan oído por la radio o hayan visto en la televisión. Es verdad que, cuando te acostumbras a mojarte como una sopa no te preocupan demasiado los charcos. No hay mala gente entre los conductores, sin te ven cerca de un lago en las aceras —las aceras aquí son de broma, porque no hay más de tres— tampoco aceleran para ponerte perdido de agua. Es una redundancia. Como ya estás, de por sí, calado hasta los huesos, te sortean y siguen su camino.

    Como canta que eres un guiri, ofrecen a llevarte a la cascada de Male, que está cerca, y lo mismo vamos mañana a terminar de mojarnos. Es agua caliente la que cae del cielo, la misma que se evapora por el calor que hace, y a los cinco minutos ralos vuelve a caer, creando un círculo paranoide de agua y sol a intervalos imprevisibles. El primer día, tras inscribirnos en la isla de Iririki y alquilar un palafito que es una auténtica monada, nos bajamos a comer hasta un restaurante donde, con el precio de la barcaza, nos pusimos de zampar como el Quico en un bufette libre y al aire libre, tan sólo cubiertos con unas sombrillas que, si bien eran amplias, creaban cataratas de agua en derredor de nuestros platos.

    Los que llegaron antes o tenían mesa reservada, estaban bajo un toldo que formaba una tripa impactante sobre sus cráneos, aunque parecían acostumbrados, pues no prestaban demasiada atención al peligro que se cernía sobre ellos. Al contrario, habían acudido a comer allí con el propósito de escuchar a un trío más o menos country que amenizaba su actuación con discursos cínicos sobre la meteorología, el kawa -la hipnótica bebida nacional- y el propio nombre de la isla, a la que calificaban como «Harakiri».

    Según iban tocando canciones, la peña se iba enterneciendo, hasta el extremo de canturrear con ellos las más conocidas -al estilo de Hotel California, por ejemplo- y venirse arriba enmedio del aguacero mientras se cubrían con toallas y el personal del Resort achicaba agua mediante unas potentes escobas de caucho. Allí, como si nos hubiera dejado la marea, comenzamos a sentirnos mejor. Tal vez porque teníamos la tripa llena y un sitio deonde guarecernos, aunque fuese de manera precaria. Una vez comidos, canturreados y con un ligero chipie (no fue mayor porque acabamos el conciertto escuchando a los músicos através de sus cogotes, en la zona del escenario, donde se estaba más seco)e instalados en el lodge, pasamos a hacer los primeros planes de nuestra estancia en Vanuatu. Empezando por conocer la isla de Irariki de cabo a rabo por la tarde. Una vez que nos hicimos con un paraguas de pastor y aprovechando que el resto de la jornada estaba siendo benéfica, nos pateamos la isla y descubrimos con regocijo que era encantadora. En sus aguas cristalinas, desde la orilla, podíamos ver peces de colores. En las zonas más rocosas, corrían los cangrejos y los ermitaños. Las calas estaban llenas de coral, a grandes pedazos e incluso micronizados. Existían varias piscina, zonas donde comer y una gente amable y sonriente por todas partes.




    Descubrimos flores que no habíamos visto nunca, árboles muy grandes cubiertos de flores, que arrojaban frutos raros y enormes al suelo, donde se iban pudriendo para dar lugar a nuevos árboles. El recorrido fue ameno e instructivo, en el sentido de conocer al menos lo que ñíbamos viendo, porque no teníamos conciencia de qué especies vegetales eran las que teníamos delante. Al caer la noche, exhaustos por la densidad de la jornada, caimos en una soberbia cama con dosel, a la que accedimos mediante dos escalones de madera dispuestos a tal efecto después de darnos una ducha ejemplar. Aunque el cielo te va duchando de forma progresiva a lo largo del día, del mismo modo vas sudando por la calorina reinante, así que conviene mantener la sana costumbre del aseo sin creer erróneamente que de agua ya tienes bastante como para darte un baño o restregar las cachas con jabón. Conviene dedicarse con esmero. Y además se duerme mejor.

    Al despertarnos, como el desayuno va incluído en el lote, acudimos a uno de los restaurantes de la isla a meternos entre pecho y espalda lo que hubiera lugar. De frutas, como la piña, la papaya y el coco, van sobrados, así que puedes tomar café con tostadas y alternar con fruta de la zona, que está muy sabrosa. Se agradece que el café, aunque no sea expreso, no actúe como lavativa y que al fondo, nítico y siempre en calma, tengas el azul del Océano. Un Océano que, de seguir creciendo, debido al cambio climático, puede inundar las tierras de todo este país. Las dos maneras maneras clásicas de ir conociendo a las gentes suele pasar por visitar su mercado y algún museo próximo, aparte de bares y parques. Aquí, los parques constituyen la naturaleza pura y dura, el territorio que los seres humanos no han conseguido ganar al planeta, donde pelean por la supervivencia en condiciones épicas. Empezamos pues por el mercado, que a fin de cuentas queda a tiro de barcaza, a la otra orilla y justo en nuestros morros. A esta tarea dedicamos cuerpo y alma tras el desayuno y apalabrar las excursiones de los días posteriores. El mercado, del que cuelgo estas instantáneas, es un escarmiento para la vista y el paladar. Su derroche de viandas esparcidas por todas partes no se ve por Europa.

       

   

    Los tenderos, guardando la higiene básica, muestran al cliente sus productos en manojos o piezas sueltas, señalando el precio de la mercancía mediante una cifra escrita en un cartón adyacente.

    Las cestas de tubérculos, batatas y patatas, se exponen en hojas de palmera trenzadas sobre sí mismas. Dicha hoja se vende también en el mismo mercado, ya sea para cestería o para los mesones que hay junto a los puestos, donde los comensales observan los fogones, la comida y los cocineros, y son servidos los platos en foliadas palmeras. No hay voces ni gritos de reclamo. Los vanuatenses son gente tranquila y sin alharacas.

    Maniobran por aproximación, acercándose al comprador, para ponerle en antecedentes del precio y sin buscar el regateo. El precio es el que marca y tampoco son amantes de la propina. Recibir dinero extra al margen de la cantidad acordada los colocaría en un serio aprieto al sentirse en deuda.

    Antaño, y aún en la actualidad, se alcanza el rango de jefe por el estómago: haciendo gran ostentación de la capacidad alimenticia de los subordinados. Mediante opíparos festines, casi siempre de cerdo y cuantos más cerdos mejor, suben de categoría social a los ojos del resto pero al mismo tiempo se endeudan unos con otros. Las costumbres occidentales están dando al traste con estas acciones, pero fuera de la capital todavía se mantienen. Vanuatu es una democracia representativa, goza de un parlamento y de elecciones libres, pero existe una cámara digamos que alta denominada de Los Jefes, donde las tribus colocan a sus cabecillas, que todavía gozan de mucha fuerza en el país. Los Jefes y sus tribus hacen cosas raras. Siguen funcionando en taparrabos por la vida, se articulan en sociedades de carácter machistas, donde muchas veces el valor de los cerdos supera al de las personas, sobre todo al de las mujeres.

    Existen ritos de uniciación a la masculinidad que, personalmente, ponen los pelos de punta. No sólo te sueltan por la selva para ver si sobrevives cuando no has llegado siquiera a la adolescencia, sino que sus costumbres adquieren matices tan épicos como enfermizos. Se dedican por ejemplo a construir torres en mitad de la selva para arrojarse desde elles en plan "bunjing jumping" pero atados por los pies con sendas lianas. En el Museo Nacional, además de entender un poco la mentalidad reinante, he podido ver documentales de este particular salto y ver cómo en la caída se les rompe la loana y se esclafan contra el suelo. No una persona ni dos, sino por docenas se lanzan desde distintas alturas —a veces a cuarenta metros— sin control de las longitudes de estas cuerdas y sin fiablidad alguna, porque no son de goma, así que el latigazo —en el mejor de los casos— te sacude la columna vertebral, si no te machacas el cráneo antes.

       

  Esta cultura casi prehistórica de concebir el mundo es impactante. Salen a pescar en canoas con el fin de cobrarse un tiburón. Ceban las aguas con restos de otros peces, agitan el mar con panderetas de cocos para atraer a su presa y a lazo enganchan luego al tiburón por la testuz, propinándole una muerte de garrote vil mediante una hélice de madera.

    Es un rito iniciático. Y como tal exige un enfrentamiento a solas con el tiburón, así que tras atrapar al bicho encuentran una pelea salvaje con el animal, terminando su «caza» a bastonazos. Y luego viene la celebración: la ceremonia del Kawa. El kawa es una bebida que fabrican con raíces de la planta homónima, que no emborracha y sin embargo, por lo que cuenta la leyenda, tiene propiedades espirituales, a modo de clarividencias. Mañana, que asistiremos a un festín, con sus cánticos y danzas, tendremos también acceso a -como dicen los lugareños- "testar" el kawa. Ya lo probé en Rotorua, cuando estuvimos en la Pa con los maoríes, pero no me pareció algo como para batir palmas con las orejas, así que no sé qué decir al respecto. El jueves, si el tiempo lo permite, cogeremos un avión que nos llevará a la isla de Tanna, donde veremos el volcán en activo más accesible del mundo. Así lo venden por aquí. Estamos verdaderamente expectantes con el acontecimiento, porque, aunque hemos subido a ver volvanes, como los de Islandia, jamás hemos contemplado la lava en ebullición. Sentir cómo tiembla la tierra bajo tus pies y saltan chispas de un cráter. De paso podremos asomarnos a otras zonas, a oytas gentes, a otras personas. Hay mucho donde elegir, como nadar entre douguns, que son una mezcla rara de hipopótamo y foca, pero en grande. Pero hacerlo todo es imposible y habrá que contentarse con lo que surja en el camino. Si tienes la suerte de toparte con un guía del Museo, que además de las explicaciones pertinentes te monta un conciertín de percusión o prueba ante tus oídos el Para Elisa, ya has echado la mañana. Puedes ver también el Market Place, con sus vestidos tribales o más modernos. Es otro tipo de vida, mucho más pobre y dura, pero no exenta de belleza.